miércoles, 4 de abril de 2012

LA VERDADERA HISTORIA DE D. GUIDO



... al fin una pulmonía mató a D. Guido...

Cuatro y veinte, ¿Por qué se empeñaba el renqueante Omega en repetir la misma hora desde hacía tanto tiempo?. Cuatro y veinte.
La vieja Gúmer interrumpió la pretendida somnolencia de D. Guido. Este intentó darle a conocer su estado de vigilia para evitar la intragable tisana, pero la anciana sirvienta pareció no darse por enterada e, incomprensiblemente, comenzó a llorar en silencio.
D. Guido permaneció, pues, inmóvil hasta que Gúmer, dando un suspiro, salió de la alcoba tras besarle en la frente.
Cuando dejó de oir sus pasos en el corredor, intentó borrar con sus dedos la salivilla que el inesperado besuqueo había sembrado sobre su fiebre. Pero sus manos no respondieron al intento, es más, sus ojos abiertos contemplaron una piel, la suya, demasiado lívida para su gusto.
Creyó toser y sus oidos no escucharon ruido alguno. Gritó, pero no sintió el más mínimo movimiento en su garganta, y lo que es peor: Nadie acudió, como era habitual a su llamada. Sólo un tenue rumor acompasado, cercano y conocido, consiguió por un momento sacarle de su sopor: “!Vaya, se dijo, están tocando a muerto!”.

 ...un señor de mozo muy jaranero, de viejo gran rezador.

En latín, como estaba mandado, repetía D. Fidelio las inacabables letanías de Nuestra Señora. D. Guido, casi ausente, en el rincón más umbrío de la iglesia, observaba la mínima concurrencia de beatas que, instaladas en los primeros bancos, bisbiseaban entre dientes los consabidos Ora pro nobis.
Al escuchar la advocación Virgo Virginis las rijosas pupilas del viejo se exaltaron y prendiéronse involuntarias en las deterioradas caderas de Amelia.
Otras veces sólo le había parecido, hoy estaba seguro de que su lasciva vibración había llegado hasta la rezadora, al observar que su desasosiego era correspondido con el brillo de una furtiva mirada.
Aquellos ojos, acuosos ya, le recordaron el sacrílego acto que, exactamente donde él se hallaba ahora, había tenido lugar en el invierno de 1918.
No, no es que D. Guido guardara en su memoria la fecha exacta de sus conquistas, ni la correcta ubicación de sus refriegas. Lo sabía porque en aquel año de gracia, D. Fidelio había inaugurado la nueva pila bautismal, cuya tapa sirviera entonces de improvisado lecho y en la que hoy, desde su piadoso escondite podía leer con claridad la fecha de la consagración: 30 de octubre de 1918.
“Adiós, Guido”- dijo Amelia al cruzarse con él camino de la salida.

... dicen que tuvo un serrallo este señor de Sevilla

Nadie vio nunca a ninguna por sus sombras, sin embargo aquel recoveco cercano a la Cuesta Belén era conocido como el Callejón de la Zorra y en él, según las viejas vencejas de Sanlúcar, se inventó para los señoritos sevillanos la palabra “sarao”.
Llegaban ahítos de la Feria al anónimo refugio de la cuesta, embozados, olvidada la contraseña entre los generosos vapores de la manzanilla trasegada, pero sabedores de que la autoridad de un gesto supera, para el sirviente, al dudoso temblor de la palabra.
D. Guido observaba sin ser visto, desde la celosía del altillo, el trasiego de putas y sarasas en el patio. A veces, cuando la fiesta, y sobretodo las bolsas, parecían querer aletargarse, bajaba al centenario pilón vestido de albahaca, al “patio de armas” donde la venencia, magistralmente utilizada, hacía revivir la incruenta batalla del sentido.
Una vez llenas las cañas, sentábase D. Guido en su sillón de anea al que, tras una leve y discreta seña, se acercaba la mora Fatima, más conocida en el ambiente como “ la bolillera “, porque, según muchos afortunados atestiguaban, podía con sus manos hacer un “encaje de bolillos” en anatomías despiadadamente minadas por el alcohol, la edad o los excesos.

... que fue a casarse con una doncella de gran fortuna

Pareciera que toda la sequía del mundo se hubiera cernido sobre sus tierras. Los últimos tres años, cerrados con pérdidas cuantiosas, le obligaron a consumir los ahorros y a malvender, sin que nadie se diera por enterado, algunos terrenos de monte y alcornocal en las lindes de Extremadura.
Una y media de la tarde, Calle Sierpes. “!Niño, la copa!”. Los ochenta años del “niño” se arrastraron cansinos tras el mostrador, en un rito gastado mezcla de conocimiento y pleitesía.
La vio venir, prieta aún en carnes, demasiado pintada para su gusto, pero guardando en sus ojos el indudable marchamo del poderío. “Guido, se dijo, se acabó la ruina. Es hora de sentar la cabeza”.
Tan sabia decisión fue durante meses el comentario generalizado, no sólo en los más preclaros mentideros de la villa: Artesanos, Labradores, Mercantil...sino también en todos los prostíbulos, garitos, tablaos y aguachirles de Triana.
Por más que él intentara disfrazar aquella interesada historia con la máscara de un amor desesperado y último, lo cierto es que las conversaciones solían terminar con un “Mire usted, ¿qué quiere que le diga?...a mi todo esto me huele a braguetazo”.

... a escándalos y amoríos poner tasa

A José Heredia no le temblaron las manos, cuando su fiel albaceteña dio al traste con la fina figura y hábil palabrería de aquel picapleitos de Osuna, empeñado en seducir, y por los mismos motivos, a la hembra en la que D. Guido había puesto sus ojos y el futuro de sus finanzas.
Sólo el gato sarnoso de aquel antro de la Alameda sabía donde cayó por última vez D. Serafín “El pepinillo”, cuando ya la sombra furtiva del gitano se alejaba de la muerte canina, camino del repintado caserón del señorito.
Apenas abierto el portón, D. Guido, cruzando sus dedos sobre los labios, le dijo: “Si te veo husmear por aquí te mato”.
A José Heredia se le erizaron las patillas y supo, mientras tanteaba los billetes, que aquella era la amenaza más seria que había recibido en su vida.
D. Guido, por su parte, apalabró por fin con Fátima la tan prometida regencia del lupanar sanluqueño, imponiéndole como única condición el silencio...y el reparto equitativo de ganancias.

... aquel trueno vestido de nazareno

En el otrora frailuno palacete de Osuna comenzaron a sonar las risas y raro era el día cuyo amanecer no se daba de bruces con la jarana.
D. Guido, recuperado felizmente de la escasez, hizo traer palmeros de Huelva, cantaores de Triana, palilleros de Cádiz, para que alegraran las velasdas de su cada vez más entusiasmada esposa.
Advertidos por su confesor del posible escándalo que, tan inusual disipación de costumbres, podría originar en las gentes del pueblo, y ayudados por el tedio que engendra lo repetido, tomaron la decisión de trasladar su residencia a Sevilla.
Los dolores en el pecho comenzaron días más tarde de hacer su salida procesional con el Gran Poder. ¿Quién habría imaginado aquel chaparrón en plena primavera sevillana?. En las diez largas horas que duró la carrera oficial, el terciopelo bordado en oro de su túnica no dejó de destilar agua de jazmines sobre los endebles huesos de D. Guido.
En su posterior y obligado reposo escuchaba con nostalgia el inimitable silencio de la cercana Maestranza. El mientras tanto, tosía.

... las yertas manos en cruz, tan formal, el caballero andaluz

Amojamado por el oloroso, tan generosamente trasegado durante su vida, sentía hoy más que nunca el peso de su dura responsabilidad. Se sabía portador de las esencias, vicios y virtudes de un pueblo. Sin la falsedad del cacique, sin la torpeza de un chulo, sin la ignorancia del señorito...con toda la honorabilidad del elegido.
No le molestaba que a su vista, hoy yacente, bajaran la cabeza y se destocaran, pues era esa costumbre que le acompañó desde la cuna. Sí le irritaba en cambio ver como le observaban desde arriba, y sobretodo los ojos guasones de la mayoría, intentando engañarle con falsas lagrimillas.
Menos mal que Gúmer, nunca caracterizada por su buena crianza y sí por su mal carácter para con los extraños, los echaba a empellones, apenas si se detenían frente al féretro unos segundos más de los deseables. “Largo de aquí haraganes, mañana lo despediréis en el cementerio”.
“!Jodida Gúmer- pensaba Guido entremuertes- seguro que sabe que me entero!”

... buen D. Guido y equipaje, buen viaje.