... al fin una pulmonía mató a D. Guido...
Cuatro
y veinte, ¿Por qué se empeñaba el renqueante Omega en repetir la misma
hora desde hacía tanto tiempo?. Cuatro y veinte.
La
vieja Gúmer interrumpió la pretendida somnolencia de D. Guido. Este
intentó darle a conocer su estado de vigilia para evitar la
intragable tisana, pero la anciana sirvienta pareció no darse por
enterada e, incomprensiblemente, comenzó a llorar en silencio.
D.
Guido permaneció, pues,
inmóvil hasta que Gúmer, dando un suspiro, salió de la alcoba tras
besarle en la frente.
Cuando
dejó de oir sus pasos en el corredor, intentó borrar con sus dedos
la salivilla que el inesperado besuqueo había sembrado sobre su
fiebre. Pero sus manos no respondieron al intento, es más, sus ojos
abiertos contemplaron una piel, la suya, demasiado lívida para su
gusto.
Creyó
toser y sus oidos no escucharon ruido alguno. Gritó, pero no sintió
el más mínimo movimiento en su garganta, y lo que es peor: Nadie
acudió, como era habitual a su llamada. Sólo un tenue rumor
acompasado, cercano y conocido, consiguió por un momento sacarle de
su sopor: “!Vaya, se dijo, están tocando a muerto!”.
...un señor de mozo muy jaranero, de viejo gran rezador.
En
latín, como estaba mandado, repetía D. Fidelio las inacabables
letanías de Nuestra Señora. D. Guido, casi ausente, en el rincón
más umbrío de la iglesia, observaba la mínima concurrencia de
beatas que, instaladas en los primeros bancos, bisbiseaban entre
dientes los consabidos Ora pro nobis.
Al
escuchar la advocación Virgo Virginis las rijosas pupilas del viejo
se exaltaron y prendiéronse involuntarias en las deterioradas
caderas de Amelia.
Otras
veces sólo le había parecido, hoy estaba seguro de que su lasciva
vibración había llegado hasta la rezadora, al observar que su
desasosiego era correspondido con el brillo de una furtiva mirada.
Aquellos
ojos, acuosos ya, le recordaron el sacrílego acto que, exactamente
donde él se hallaba ahora, había tenido lugar en el invierno de
1918.
No,
no es que D. Guido guardara en su memoria la fecha exacta de sus
conquistas, ni la correcta ubicación de sus refriegas. Lo sabía
porque en aquel año de gracia, D. Fidelio había inaugurado la nueva
pila bautismal, cuya tapa sirviera entonces de improvisado lecho y en
la que hoy, desde su piadoso escondite podía leer con claridad la
fecha de la consagración: 30 de octubre de 1918.
“Adiós,
Guido”- dijo Amelia al cruzarse con él camino de la salida.
... dicen que tuvo un serrallo este señor de Sevilla
Nadie
vio nunca a ninguna por sus sombras, sin embargo aquel recoveco
cercano a la Cuesta Belén era conocido como el Callejón de la Zorra
y en él, según las viejas vencejas de Sanlúcar, se inventó para
los señoritos sevillanos la palabra “sarao”.
Llegaban
ahítos de la Feria al anónimo refugio de la cuesta, embozados,
olvidada la contraseña entre los generosos vapores de la manzanilla
trasegada, pero sabedores de que la autoridad de un gesto supera,
para el sirviente, al dudoso temblor de la palabra.
D.
Guido observaba sin ser visto, desde la celosía del altillo, el
trasiego de putas y sarasas en el patio. A veces, cuando la fiesta, y
sobretodo las bolsas, parecían querer aletargarse, bajaba al
centenario pilón vestido de albahaca, al “patio de armas” donde
la venencia, magistralmente utilizada, hacía revivir la incruenta
batalla del sentido.
Una
vez llenas las cañas, sentábase D. Guido en su sillón de anea al
que, tras una leve y discreta seña, se acercaba la mora Fatima, más
conocida en el ambiente como “ la bolillera “, porque, según
muchos afortunados atestiguaban, podía con sus manos hacer un
“encaje de bolillos” en anatomías despiadadamente minadas por el
alcohol, la edad o los excesos.
... que fue a casarse con una doncella de gran fortuna
Pareciera
que toda la sequía del mundo se hubiera cernido sobre sus tierras.
Los últimos tres años, cerrados con pérdidas cuantiosas, le
obligaron a consumir los ahorros y a malvender, sin que nadie se
diera por enterado, algunos terrenos de monte y alcornocal en las
lindes de Extremadura.
Una
y media de la tarde, Calle Sierpes. “!Niño, la copa!”. Los
ochenta años del “niño” se arrastraron cansinos tras el
mostrador, en un rito gastado mezcla de conocimiento y pleitesía.
La
vio venir, prieta aún en carnes, demasiado pintada para su gusto,
pero guardando en sus ojos el indudable marchamo del poderío.
“Guido, se dijo, se acabó la ruina. Es hora de sentar la cabeza”.
Tan
sabia decisión fue durante meses el comentario generalizado, no sólo
en los más preclaros mentideros de la villa: Artesanos, Labradores,
Mercantil...sino también en todos los prostíbulos, garitos, tablaos y
aguachirles de Triana.
Por
más que él intentara disfrazar aquella interesada historia con la
máscara de un amor desesperado y último, lo cierto es que las
conversaciones solían terminar con un “Mire usted, ¿qué quiere
que le diga?...a mi todo esto me huele a braguetazo”.
... a escándalos y amoríos poner tasa
A
José Heredia no le temblaron las manos, cuando su fiel albaceteña
dio al traste con la fina figura y hábil palabrería de aquel
picapleitos de Osuna, empeñado en seducir, y por los mismos motivos,
a la hembra en la que D. Guido había puesto sus ojos y el futuro de
sus finanzas.
Sólo
el gato sarnoso de aquel antro de la Alameda sabía donde cayó por
última vez D. Serafín “El pepinillo”, cuando ya la sombra
furtiva del gitano se alejaba de la muerte canina, camino del
repintado caserón del señorito.
Apenas
abierto el portón, D. Guido, cruzando sus dedos sobre los labios, le
dijo: “Si te veo husmear por aquí te mato”.
A
José Heredia se le erizaron las patillas y supo, mientras tanteaba
los billetes, que aquella era la amenaza más seria que había
recibido en su vida.
D.
Guido, por su parte, apalabró por fin con Fátima la tan prometida
regencia del lupanar sanluqueño, imponiéndole como única condición
el silencio...y el reparto equitativo de ganancias.
... aquel trueno vestido de nazareno
En
el otrora frailuno palacete de Osuna comenzaron a sonar las risas y
raro era el día cuyo amanecer no se daba de bruces con la jarana.
D.
Guido, recuperado felizmente de la escasez, hizo traer palmeros de
Huelva, cantaores de Triana, palilleros de Cádiz, para que alegraran
las velasdas de su cada vez más entusiasmada esposa.
Advertidos
por su confesor del posible escándalo que, tan inusual disipación
de costumbres, podría originar en las gentes del pueblo, y ayudados
por el tedio que engendra lo repetido, tomaron la decisión de
trasladar su residencia a Sevilla.
Los
dolores en el pecho comenzaron días más tarde de hacer su salida
procesional con el Gran Poder. ¿Quién habría imaginado aquel
chaparrón en plena primavera sevillana?. En las diez largas horas
que duró la carrera oficial, el terciopelo bordado en oro de su
túnica no dejó de destilar agua de jazmines sobre los endebles
huesos de D. Guido.
En
su posterior y obligado reposo escuchaba con nostalgia el inimitable
silencio de la cercana Maestranza. El mientras tanto, tosía.
... las yertas manos en cruz, tan formal, el caballero andaluz
Amojamado
por el oloroso, tan generosamente trasegado durante su vida, sentía
hoy más que nunca el peso de su dura responsabilidad. Se sabía
portador de las esencias, vicios y virtudes de un pueblo. Sin la
falsedad del cacique, sin la torpeza de un chulo, sin la ignorancia
del señorito...con toda la honorabilidad del elegido.
No
le molestaba que a su vista, hoy yacente, bajaran la cabeza y se
destocaran, pues era esa costumbre que le acompañó desde la cuna.
Sí le irritaba en cambio ver como le observaban desde arriba, y
sobretodo los ojos guasones de la mayoría, intentando engañarle con
falsas lagrimillas.
Menos
mal que Gúmer, nunca caracterizada por su buena crianza y sí por su
mal carácter para con los extraños, los echaba a empellones, apenas
si se detenían frente al féretro unos segundos más de los
deseables. “Largo de aquí haraganes, mañana lo despediréis en el
cementerio”.
“!Jodida
Gúmer- pensaba Guido entremuertes- seguro que sabe que me entero!”
... buen
D. Guido y equipaje, buen viaje.
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