miércoles, 4 de abril de 2012

LA VERDADERA HISTORIA DE D. GUIDO



... al fin una pulmonía mató a D. Guido...

Cuatro y veinte, ¿Por qué se empeñaba el renqueante Omega en repetir la misma hora desde hacía tanto tiempo?. Cuatro y veinte.
La vieja Gúmer interrumpió la pretendida somnolencia de D. Guido. Este intentó darle a conocer su estado de vigilia para evitar la intragable tisana, pero la anciana sirvienta pareció no darse por enterada e, incomprensiblemente, comenzó a llorar en silencio.
D. Guido permaneció, pues, inmóvil hasta que Gúmer, dando un suspiro, salió de la alcoba tras besarle en la frente.
Cuando dejó de oir sus pasos en el corredor, intentó borrar con sus dedos la salivilla que el inesperado besuqueo había sembrado sobre su fiebre. Pero sus manos no respondieron al intento, es más, sus ojos abiertos contemplaron una piel, la suya, demasiado lívida para su gusto.
Creyó toser y sus oidos no escucharon ruido alguno. Gritó, pero no sintió el más mínimo movimiento en su garganta, y lo que es peor: Nadie acudió, como era habitual a su llamada. Sólo un tenue rumor acompasado, cercano y conocido, consiguió por un momento sacarle de su sopor: “!Vaya, se dijo, están tocando a muerto!”.

 ...un señor de mozo muy jaranero, de viejo gran rezador.

En latín, como estaba mandado, repetía D. Fidelio las inacabables letanías de Nuestra Señora. D. Guido, casi ausente, en el rincón más umbrío de la iglesia, observaba la mínima concurrencia de beatas que, instaladas en los primeros bancos, bisbiseaban entre dientes los consabidos Ora pro nobis.
Al escuchar la advocación Virgo Virginis las rijosas pupilas del viejo se exaltaron y prendiéronse involuntarias en las deterioradas caderas de Amelia.
Otras veces sólo le había parecido, hoy estaba seguro de que su lasciva vibración había llegado hasta la rezadora, al observar que su desasosiego era correspondido con el brillo de una furtiva mirada.
Aquellos ojos, acuosos ya, le recordaron el sacrílego acto que, exactamente donde él se hallaba ahora, había tenido lugar en el invierno de 1918.
No, no es que D. Guido guardara en su memoria la fecha exacta de sus conquistas, ni la correcta ubicación de sus refriegas. Lo sabía porque en aquel año de gracia, D. Fidelio había inaugurado la nueva pila bautismal, cuya tapa sirviera entonces de improvisado lecho y en la que hoy, desde su piadoso escondite podía leer con claridad la fecha de la consagración: 30 de octubre de 1918.
“Adiós, Guido”- dijo Amelia al cruzarse con él camino de la salida.

... dicen que tuvo un serrallo este señor de Sevilla

Nadie vio nunca a ninguna por sus sombras, sin embargo aquel recoveco cercano a la Cuesta Belén era conocido como el Callejón de la Zorra y en él, según las viejas vencejas de Sanlúcar, se inventó para los señoritos sevillanos la palabra “sarao”.
Llegaban ahítos de la Feria al anónimo refugio de la cuesta, embozados, olvidada la contraseña entre los generosos vapores de la manzanilla trasegada, pero sabedores de que la autoridad de un gesto supera, para el sirviente, al dudoso temblor de la palabra.
D. Guido observaba sin ser visto, desde la celosía del altillo, el trasiego de putas y sarasas en el patio. A veces, cuando la fiesta, y sobretodo las bolsas, parecían querer aletargarse, bajaba al centenario pilón vestido de albahaca, al “patio de armas” donde la venencia, magistralmente utilizada, hacía revivir la incruenta batalla del sentido.
Una vez llenas las cañas, sentábase D. Guido en su sillón de anea al que, tras una leve y discreta seña, se acercaba la mora Fatima, más conocida en el ambiente como “ la bolillera “, porque, según muchos afortunados atestiguaban, podía con sus manos hacer un “encaje de bolillos” en anatomías despiadadamente minadas por el alcohol, la edad o los excesos.

... que fue a casarse con una doncella de gran fortuna

Pareciera que toda la sequía del mundo se hubiera cernido sobre sus tierras. Los últimos tres años, cerrados con pérdidas cuantiosas, le obligaron a consumir los ahorros y a malvender, sin que nadie se diera por enterado, algunos terrenos de monte y alcornocal en las lindes de Extremadura.
Una y media de la tarde, Calle Sierpes. “!Niño, la copa!”. Los ochenta años del “niño” se arrastraron cansinos tras el mostrador, en un rito gastado mezcla de conocimiento y pleitesía.
La vio venir, prieta aún en carnes, demasiado pintada para su gusto, pero guardando en sus ojos el indudable marchamo del poderío. “Guido, se dijo, se acabó la ruina. Es hora de sentar la cabeza”.
Tan sabia decisión fue durante meses el comentario generalizado, no sólo en los más preclaros mentideros de la villa: Artesanos, Labradores, Mercantil...sino también en todos los prostíbulos, garitos, tablaos y aguachirles de Triana.
Por más que él intentara disfrazar aquella interesada historia con la máscara de un amor desesperado y último, lo cierto es que las conversaciones solían terminar con un “Mire usted, ¿qué quiere que le diga?...a mi todo esto me huele a braguetazo”.

... a escándalos y amoríos poner tasa

A José Heredia no le temblaron las manos, cuando su fiel albaceteña dio al traste con la fina figura y hábil palabrería de aquel picapleitos de Osuna, empeñado en seducir, y por los mismos motivos, a la hembra en la que D. Guido había puesto sus ojos y el futuro de sus finanzas.
Sólo el gato sarnoso de aquel antro de la Alameda sabía donde cayó por última vez D. Serafín “El pepinillo”, cuando ya la sombra furtiva del gitano se alejaba de la muerte canina, camino del repintado caserón del señorito.
Apenas abierto el portón, D. Guido, cruzando sus dedos sobre los labios, le dijo: “Si te veo husmear por aquí te mato”.
A José Heredia se le erizaron las patillas y supo, mientras tanteaba los billetes, que aquella era la amenaza más seria que había recibido en su vida.
D. Guido, por su parte, apalabró por fin con Fátima la tan prometida regencia del lupanar sanluqueño, imponiéndole como única condición el silencio...y el reparto equitativo de ganancias.

... aquel trueno vestido de nazareno

En el otrora frailuno palacete de Osuna comenzaron a sonar las risas y raro era el día cuyo amanecer no se daba de bruces con la jarana.
D. Guido, recuperado felizmente de la escasez, hizo traer palmeros de Huelva, cantaores de Triana, palilleros de Cádiz, para que alegraran las velasdas de su cada vez más entusiasmada esposa.
Advertidos por su confesor del posible escándalo que, tan inusual disipación de costumbres, podría originar en las gentes del pueblo, y ayudados por el tedio que engendra lo repetido, tomaron la decisión de trasladar su residencia a Sevilla.
Los dolores en el pecho comenzaron días más tarde de hacer su salida procesional con el Gran Poder. ¿Quién habría imaginado aquel chaparrón en plena primavera sevillana?. En las diez largas horas que duró la carrera oficial, el terciopelo bordado en oro de su túnica no dejó de destilar agua de jazmines sobre los endebles huesos de D. Guido.
En su posterior y obligado reposo escuchaba con nostalgia el inimitable silencio de la cercana Maestranza. El mientras tanto, tosía.

... las yertas manos en cruz, tan formal, el caballero andaluz

Amojamado por el oloroso, tan generosamente trasegado durante su vida, sentía hoy más que nunca el peso de su dura responsabilidad. Se sabía portador de las esencias, vicios y virtudes de un pueblo. Sin la falsedad del cacique, sin la torpeza de un chulo, sin la ignorancia del señorito...con toda la honorabilidad del elegido.
No le molestaba que a su vista, hoy yacente, bajaran la cabeza y se destocaran, pues era esa costumbre que le acompañó desde la cuna. Sí le irritaba en cambio ver como le observaban desde arriba, y sobretodo los ojos guasones de la mayoría, intentando engañarle con falsas lagrimillas.
Menos mal que Gúmer, nunca caracterizada por su buena crianza y sí por su mal carácter para con los extraños, los echaba a empellones, apenas si se detenían frente al féretro unos segundos más de los deseables. “Largo de aquí haraganes, mañana lo despediréis en el cementerio”.
“!Jodida Gúmer- pensaba Guido entremuertes- seguro que sabe que me entero!”

... buen D. Guido y equipaje, buen viaje.

martes, 31 de enero de 2012

ALGUIEN TENDRÁ QUE DECIR LA VERDAD AL AMOR



JOTA SIROCO

El amor es un trozo de papel hecho pedazos

(Charles Bukowski)

Es el amor lo que destruye al hombre

(Nicanor Parra)

Alguien tendrá que decir la verdad al amor,
alguien debiera gritarle al oido
que sólo hay temblores en la fiebre,
que perdió la luna
el rímel,
el misterio
y la canción
cuando lo de la Nasa,
que no hay citas rondando las esquinas
y en las tabernas
cerraron los rincones donde nos besamos.

¿Quien sabe si alguna vez  la luz te descubrió joven y consciente de que a nadie podría ofender el deseo, que era la mirada tan pura como la desvergüenza y el pudor no aguantaba ni el primer asalto. Quien sabe si alguna vez el desnudo volverá a romper la mañana y gritará la mentira de un poema de amor. Quien sabe si podríamos soportar tanto sufrimiento?

Alguien tendrá que cantar las cuarenta
al amor 
pues no quedan espadas como labios,
ni paños de oro,
noches de vino y rosas,
alguien tendrá que recordar a ese farsante
que pintan bastos
en la partida gris de las alcobas.


Cánsate de ser bueno /a. Es de plomo, lamento la confesión a estas alturas,no poder decir “Basta”“Hasta aquí hemos llegado” y dar un puñetazo en donde corresponde a quien exactamente corresponde, poner una vela al diablo, especialista en fuego no lo olvides, pero no puede ser no hay más cera que la que se derrite... por tus huesos.

Por eso, insisto,
alguien tendrá que cantarle al amor
la verdad del barquero,
la que murmura a voces
que sólo existe la orilla que se aleja,
que hay mar de leva
y que los tiburones
huelen la claridad
y la sangre
a través del fango,
habría que decir
que se ha tragado el tiempo
más cuerpos que la dinamita.


No sé si alguien volvería a bailar el tango de las sábanas blancas,el sabor de la sombra,la insolente lágrima de la roca, el llanto salado de la tersura.
Quizá exista quien pueda recordar al tacto el origen del deseo 
y la razón de ser de la primera luna.

Pero seamos justos
alguien tendrá que pegar las cartas rasgadas
y leer los poemas secretos,
alguien tendrá que descubrir
cada uno de nuestros laberintos,
el origen de nuestra tristeza
y la desaparición del canto,
alguien tendrá que buscar
los cuatro pies al gato del amor
antes de que se atreva
a sacarnos los ojos.

A veces me parece que no estás, -otras soy yo el que falto- que volaron las cenizas de las horas y corremos sin mirar hacia atrás, en dirección contraria, por ver si la vida es o no es un círculo cerrado

Alguien tendrá que sacarle los colores al amor
que no es rojo pasión
como pintaron,
que es rojo de vergüenza
y amarillo quizá
como bandera vaticana,
azul como el olvido,
verde
como el pensamiento nocturno
de los viejos.


Cuando sólo me quede un segundo de vida, exactamente eso: un mínimo segundo, el menguante suspiro antes del sueño, te querré con la fuerza de las horas, los años que la vida regala, te intentaré robar entre la fiebre un beso.

Alguien tendrá que medir las costillas
al amor,
ese niñato,
ponerle a la altura de las circunstancias,
mirarle a los ojos
con la frialdad del polo
y no permitir siquiera un parpadeo
antes de obligarle cantar por soleá
los misterios de dolor,
la pena que esconde,
las soledades que hasta los ciegos
ven.


A estas alturas, cuando tan sólo siento la urgencia impertinente de nunca tener prisa, la insufrible pasión de amar sin sobresaltos, la obsesión terca y dura de atesorar caricias...
A estas alturas en las que uno se cae y besa el suelo o la cabrona muerte sisea sin mirarte...me amanece un día de perros y no sé a qué árbol quedarme, corazón.

Alguien tendrá que partirle la cara al amor,
para que aprenda,
zumbarle el hígado,
noquear su estudiado silencio.
Hacerle
que escupa los dientes
ya que no echa la palabra del cuerpo...
tan cínico
como un jesuita.


Yo no te haré pasar ese mal trago, esa resaca agria del olvido, lo más que puedo hacer es aguarte la fiesta, apagar las estrellas demasiado temprano, proponer al sereno un error en las llaves y decirte lo siento como saben decirlo los farsantes.

Alguien tendrá que reirse en las mismas narices del amor,
ante su pasmo,
frente a su orgullo
frente a su altiva
desfachatez.
Alguien tendrá que avergonzar al amor,
llamarle gordo, bajito, torpe, calvo
y hasta ma-ri-pon-són,
(él se siente muy mal con esas cosas,
fijaos si es imbécil)
porque nunca le dijeron
tales lindezas.


No mientes el amor en casa del ahorcado, ni el poema en casa del poeta, ni la muerte en casa del cadáver. No mientes el amor, ni mientas.

Alguien tendrá que plantarle cara
al amor,
olvidar su sonrisa,
su seducción,
sus artes...
sus malas artes...
alguien tendrá que cantar su ordinariez,
su petulante
eterna adolescencia,
sin olvidar
ni una sola de sus trampas,
ni una sola de sus conquistas,
ni uno solo de sus engaños,
alguien tendrá que llamarle
tahúr de taberna
y triste arramplasueños.


No hay otra escapatoria que el regreso, ninguna cueva más que la palabra, por eso guardaré entre las hojas de un libro de cristal una mirada inmensa como el mar nocturno, una sonrisa in fronteras, mi callada ong del desconsuelo,
y un beso pequeño y clandestino (como la ORT)

Alguien tendrá que pararle al amor el reloj de la espera,
desparramar la arena de la clepsidra,
colgarse del tiempo
como de una soga
para dejarlo tirado en la noche,
alguien tendrá que clavarle
la fina daga del minutero
en la misma fuente de la sangre,
alguien tendrá que enseñarle
lo que es la soledad.

Yo sé que no nací para estar solo, fue a finales de siglo, aún puede recordarlo la lujuria, borraron con sus labios el rastro frío de la madrugada y apagaron con su sola presencia las hogueras insomnes de la sangre. Sus besos, sus adioses, no me dejaron fuerzas para doblar siquiera las esquinas, ni aún bajo tortura os diría sus nombres, se escribieron quizá con tinta del olvido, sí podría hablaros de sus ojos.

Alguien tendrá que pararle los pies al amor,
ponerle zancadillas
hasta hacerle doblar el corazón
ante las lágrimas de los abandonados,
frente el silencio de los sufrientes,
junto el aullido eterno de los suicidas,
alguien tendrá que ponerle firme
y dormir alerta
ante la amenaza inevitable
de otros veinte poemas.


La línea escurridiza del deseo limita al norte con el corazón y al sur con el silencio, 
no hay dios, ni ayuda que pueda detenerlo.
Se engancha en el proyecto de veladas caricias, le enerva una voz, le quiebra una mirada, le distrae un murmullo, le sobresalta el roce de una tela. Aquellos que se ríen del deseo soportan la cadena de la soledad y quienes no sucumben en sus brazos guardan la pena eterna de su ausencia.
El deseo no tiene edad, ni sabe de perdones.

Alguien tendrá que partirle las piernas
al amor,
hacerle arrodillar ante el fracaso,
por las palabras mudas,
los besos,
la pasión,
la sobredosis,
los versos que tu nunca escribiste
ni yo tampoco,
las noches, las caricias,
los gemidos anónimos,
la sonrisa ardiente de los esqueletos...


Yo le pago esta ronda al olvido a la luna del día, a los hielos de agosto, vendrán a pedir cuentas los clochards de París, los mimos de Venecia, los viejos carteristas de la calle Alcalá... Pero tomo y obligo, yo le pago esta ronda al deseo, a los ojos que nunca rieron,
a las bocas que nunca han mordido, yo le pago esta ronda al infierno.

La verdad, nadie debería escupir al amor,
sí tendría que ser obligatorio
fiarse tanto de él
como de un puente de juncos
en los oscuros rincones de los puertos,
darle un beso de Judas en la frente,
uno de la camorra entre los labios
y ofrecerle promesas
a traición...
los trucos que de él aprendimos,
en los que se ensañó.


Malo sería perderme entre tus brazos, peor aún perdernos, por eso miénteme, engáñame, hazme llegar al cielo, pero prométeme que pase lo que pase nunca me llamarás cariño, ni honey, por supuesto, ni, claro está, mi vida.

Alguien tendrá que curar la ceguera
al amor,
para que no oscurezca
tantas tardes de abril,
tantos abrazos,
para que apunte allí
donde es más necesario:
hacia los nombres solos
sin su flecha,
hacia los corazones
con el "y" vacío.


En la hora descuidada de la siesta descuidadamente nos miramos, más cuidado pusimos en los besos, ágiles en las manos, mudos en la palabra,casi perfectos fuimos en el engaño.Por eso, cuando supe de tu temprana muerte, abracé la pasión como bandera y puse precio a la noche.

Alguien tendrá que sentar al amor
frente a las tardes del domingo,
frente a las noches sin fin de los inviernos,
alguien tendrá que cortarle la lengua en los cines,
en los asientos traseros de los coches,
en las siestas de marzo
y en las noches de agosto,
alguien tendrá que ponerle mordaza a los besos,
al temblor gris del alba,
alguien tendrá que regalarle silencios
como gritos.


Ya no tengo valor para la huida, 
porque no me queda tiempo para el olvido.







domingo, 15 de enero de 2012

LA ONU EN FLOR

LA O.N.U EN FLOR…
JOTA SIROCO

Pa mi Rosario

I.- El Chino fue el primer chino de todos los chinos que abrió un Todocién en Lavapiés.
Al chino, como es natural y hasta lógico, lo conocía todo el mundo por El Chino, escrito así con ch, principalmente porque no hay otra manera de escribirlo en español, salvo que uno sea de Ondárroa y le de por escribirlo con tx, es decir, Txino, pero no es el caso.
Bueno, a lo que íbamos. El Chino en realidad no era chino, porque había nacido en Vietnam como suelen hacerlo todos los vietnamitas, pero eso a él y a medio Madrid le daba igual. Por más que al principio hubiera intentado establecer en condiciones su nacionalidad- ¡que no soy chino que soy de Vietnam!- nada, que si quieres, como el que oye llover.
Aunque, como acabamos de decir, el chino era vietnamita, del norte para más detalles, toda la gente le exigía que hablara con acento chino, que no es igual que el vietnamita,
este último es aún mucho más musical, casi sinfónico digamos. Sobretodo se reían mucho cuando decía Madlí en vez de Madrid, pues, aunque él por razones de
nacimiento podía perfectamente pronunciar la erre, de todos es sabido que los vietnamitas la pronuncian perfectamente, se le exigía aparentar su ignorancia para ser un verdadero chino, ese chino que precisamente no era, porque en realidad era…¡perdón esto ya lo he dicho hace un momento!.
Al Chino, por otra parte, le habría gustado ser vegetariano de nacimiento, porque, como es obvio, todo hubiera sido más fácil, teniendo en cuenta que en los pocos campos que se salvaron del napalm no había más que arroz y puerros, él decía alós y puelos, sin embargo este es otro deseo que no pudo cumplir.
Con las pesetas la tienda le iba bien, con los euros mejor, aunque la gente no paraba de preguntarle que cuanto era- ¿Cuánto es, Chino?- para escucharle responder: “un eulo”, y
reírse.
Bueno el caso es que no era vegetariano, y un día sí y otro también tenía que acercarse al mercado Santa Isabel con el fin de comprar hamburguesas y chorizos, que eran la base de su alimentación y por tanto de su filosofía. La charcutera se llamaba Rosario y a él le caía en gracia. En glacia.

- “Chinito tu, chinita yo”, le saludaba Rosario.
- “Menos blomas Losalio que me conozco”, contestaba El Chino, como es
evidente por el acento.
- “¿Cholicitos como siemple?, preguntaba Rosario, como es evidente por la guasa. “Y hambulguesa”, terminaba el chino.
Así un día tras otro. Pero un jueves, lo recuerda perfectamente El Chino, porque el día no tenía erre y porque acababa de leer a Lorca, es decir, Lolca… al repetido ¿cholicitos como siemple?, respondió: “No, Losalio, te quielo a ti y a tus senos de estaño, ay, velde que te quielo velde”.
Rosario, a la que nunca le habían dicho palabras como esas, echó la persiana, jaló del chino como nadie antes había tirado de él, y se amaron apasionadamente bajo un goteante jamón de pata negra.
Al terminar el le dijo: “Te quiero para siempre, Rosario”. Así con todas las erres, como Dios manda.
Y ella: “Si ya me olía yo que tu eras vietnamita”.

II.- “A ti, Rosario, te está perdiendo la lascivia”, dijo un día El Chino sin saber muy bien lo que decía. Rosario le escuchaba con los ojos traspuestos, mientras que Pablito Chun-Li, su hijo, destrozaba un minitelevisor en blanco y negro, que más tarde o más temprano tendría como dueño a algún incauto caravanero.
Rosario cada día se fiaba menos de la mirada oblicua del Chino, pero no podía confesarlo, porque Pablito Chun-Li había sacado los ojos de su padre. Los ojos y la
palabrería: “¡Por Buda!, aquí hace más frío que en Saigón, mamá Rosario, así que si quieres nos vamos”, le dijo un sábado de noviembre, apenas cerrado el Todocién.
La charcutera, en excedencia desde lo de la boda oliental, no puso muchos impedimentos, primero porque entre los miles de chinos de verdad, indios y moros que habían invadido Lavapiés, en el barrio no se vendía ni una escoba, y segundo porque Rosario se había quedado prendida en los andares de pantera de Bamba Asúm, un senegalés que la miraba con ojos redondos.
“Rosario, entretela mía, yo vende todo por ti”, le confesó un día Bamba-Asúm, con una voz gutural, que ella imaginó nacida en los mismísimos testículos, y a Rosario se le volvieron a aflojar los sostenes y las ansias. Echó la persiana, jaló del moreno como nadie hasta entonces había tirado de él y se amaron apasionadamente bajo un paraguas rojo en el que se dibujaba la Glan Mulalla (véase escena semejante en capítulo I).
Pensó que aquello debía de ser la lascivia esa de la que hablaba El Chino… y con razón. Pablito Chun-Li, Rosario y Bamba-Asúm, estaban cuatro días más tarde en el Paseo Marítimo de Conil vendiendo bolsos a viejos alemanes, más blancos que el color del susto.
El mar tuvo la culpa de que a Rosario se le pusieran los ojos verdes como el botellín de la Heineken; el levante que sus carnes se volvieran prietas y negras como la mojama; Bamba-Asúm de que se le aflojaran los muelles de la sangre y la soledad de Pablito Chunlí, que tenía por efectos de la levantera la mirada cada vez más oblicua, el deseo de darle un hermanito.
Ella sabía que el viento sobre su falda suelta daba a su traste forma de corazón, además de marcarle las tirillas del tanga, Bamba-Asúm, al que tampoco le hacían falta demasiados estímulos, no pudo, ni quiso resistirse.
Fue sólo un momento, la verdad, pero cuando entre las dunas calientes Bamba-Asúm hacía lo que se suele hacer entre las dunas calientes, a Rosario se le vino a la mente la imagen de los pollos al ast dando vueltas en el asador que El Chino había abierto en Segovia, huyendo de los celos y los buenos recuerdos.
“Yo creo que nos está perdiendo la lascivia”, dijo segundos después de acabar. Bamba-Asúm sólo acertó a responder:” ¡Po… valiente plan! ”. Y por el momento ahí quedó la cosa.

III.- El Culocangrejo no era pesado del todo, pero para Bamba-Asúm, sí un poquito “jartible”. No entendía que se pasara la tarde de la caravana al puesto, del puesto a la caravana. “Este quiere comprar “todo” y tu entiendes mi”.
“Hola Rrrrosarrrio”. ¡Esas sí eran formas de pronunciar la erre y a Rosario le dio un pálpito!
- Hola, Klaus, amigo. “Hola, Klaus, amigo… hola Klaus, amigo”- repetía Bamba-Asúm- “Hola Culocangrejo”. Al Culocangrejo Bamba-Asúm le llamaba Culocangrejo porque tenía el culo más rosa que el “Hola”. Rosario se dio cuenta del detalle un día que fueron al Palmar y el alemán tomaba el sol en bolas, provisionalmente de espaldas. “Mira, Bambita-Asúm, ese hombre tiene el culo como un cangrejo”. Bambita-Asúm II no entendía la pretendida gracia de su padre; Pablito Chun Li, sí, pero se mantuvo impávido por aquello de la prudencia china de raíz vietnamita; Rosario, ni se rió, ni no se rió, sólo dijo: “Ea, aquí nos quedamos” y plantó la sombrilla a dos metros del alemán.
Rosario a sus treinta y cuatro años no es que fuera infiel, pero se cansaba. Aunque poca importancia le daba ya a formas y colores, cuando el Culocangrejo se dio la vuelta y vio lo que vio a Rosario le volvió a dar el pálpito, es decir, se le arrebujaron las sangres en los centros. En dos palabras, le saltó el tsunami que guardaba bajo los senos de estaño, como le había dicho El Chino, y en la mismísima sonrisa del entresuelo. Ella sabía muy
bien lo que aquello significaba. Quizá le salvó que no había persiana que cerrar.
Bamba-Asúm era comerciante, pero no le gustaba que el alemán rondara cada tarde el puesto. El Culocangrejo había comprado seis faldas en seis días, justo a la caída del sol, cuando a Rosario se le ponían los ojos más verdes que el botellín de Heineken y las carnes más morenas y prietas que la mojama de Barbate. Las cosas hay que repetirlas para dejar constancia y para que queden en la memoria.
- Otrrro rrrregalito, Klaus, amigo.
- Hoy no, Rrrrrrosarrrio. Hoy sólo vengo a decirrrrte adiós.
A Rosario se le pusieron los ojos de color violeta. “Amenaza tormenta”, pensó Pablito Chun-Li con buen criterio, aunque no dijo nada. “¿Te vas?”. Silencio teutón. “Antes tu y yo nos vamos a tomar un chiclanita”. Y salió sin mirar atrás camino de la caravana.
Bamba-Asúm se cruzó en el camino de Klaus: ¿Dónde crees tu ir tu?.
Pero el Culocangrejo ya sólo escuchaba en sus deseos música de Wagner y dijo con voz de soprano: Paso librrrre o morrrirrrr.
Bamba-Asúm se quedó tan lívido como una berenjena, el máximo de lividez en uno de su raza, porque vio en los ojos grises del alemán el frio de un cuchillo y además el panorama comenzaba a ser desolador: Bambita-Asúm II lloraba como lloran los niños, Pablito Chun-Li ponía ojos de vengador del pollero segoviano y Rosario dejaba volar al viento su falda, sabiendo que Klaus se iba acercando hacia su olor salobre.
Klaus, como corresponde a un nibelungo ejemplar, abrió la puerta de la caravana como quien abre un castillo, jaló de Rosario como nadie antes lo había hecho, y se amaron con el orden teutón y la pasión de Cádiz bajo una reproducción del Muro de Berlín, mientras cinco gatos observaban indiferentes las previsibles posturas, en número de siete, exactamente, y por su orden.
- No puedo más, dijo Rosario, voy a por mis niños.
- ¡Perrrro falta la séptima posturrra!.
- Tu vé preparando tó, que ya mismo vuelvo. Tiempo habrá, ¡Culocangrejo de mis entrañas!
.
IV.- Klaus Manolito había salido “rubio como los trigos a la salida del sol y con los ojos azules como el romero la flor”, a veces no puedo evitarlo y me sale la vena rociera, y era por ello un perfecto contraste con Bambita-Asúm, cuando ambos caminaban cogiendo la mano de Mamá Rosario. Pablito Chunlí también podría considerarse un buen contraste, pero siempre iba por delante, como abriendo paso y oteando inexistentes peligros con su mirada oblicua.
En Berlín Pablito Chunlí aprendió un alemán de barriada, con más erres que el vietnamita hablado por El Chino, y Bambita Asúm pasó tres años sorprendiéndose de todos los culocangrejos que le rodeaban fuera donde fuera. Sólo Klaus Manolito parecía estar en su salsa, gracias a que había salido “rubio como los trigos a la salida del sol,
etc”- ya saben a veces me asalta la vena rociera.
En Berlín no hacía más que frío y niebla. Ni el frío ni la niebla impedían que Klaus quisiera hacer las siete posturrrras. Aquel día no llegó a la sexta, a la quinta le dio un pasmo y de nada sirvieron los acordes de Wagner.
Cuando Rosario vio que se le estaba enfriando la cueva, vendió la casa que el Culocangrejo les dejara en herrrrencia y le dijo a Pablito Chunlí, que era el único que entendía las cosas serias, “¡Ea, se acabó el cuento, pisha, nos vamos p´abajo!”. Así dijo “p´abajo”, ni más, ni menos, y estaba todo dicho.
Lavapiés quedaba ya muy lejos y además hacía tiempo que se llevó el olvido su hablar castizo de tendera madrileña; en Conil la esperaba un vengativo Bamba-Asúm repitiendo enloquecido por la levantera: “po valiente plan, po valiente plan”, por todas las esquinas del pueblo blanco.
Cuando aterrizaron en el aeropuerto de Jerez, “con dinero pa tirá diézaño”, Bébe cantaba aquello de Ya era hora ahora me toca a mí/Harta de ir pa´ ca y pa´ ya,/con mis niños a cuesta y la casa colgando,/ahora decido por donde ando./Ya era hora ahora me toca a mi…
“¿A cuanto están los camarones, Rafaé?”, “Pa ti grati totá, shosho”. Cuando escuchó lo de “shosho”, a Rosario se le soltó el caño de las lágrimas y la tiritera del deseo, como sólo lo puede entender quien vuelva al sol tras años de frío en Berlín. De más está decir que le dio el pálpito.
Pero esta vez no echó la persiana, no jaló del “pescaero” como sólo la experiencia repetida es capaz de tirar de una persona, y no se amaron apasionadamente ante la
estrábica mirada de las pijotas. Sólo dijo: “ ¿Gratis, no? Pues hoy me llevo langostinos, Rafaé”.
Con Klaus Manolito en una cadera, Bambita-Asúm de la mano y Pablito Chunlí abriendo paso a su reina, parecía Rosario un tsunami de sal por los pasillos de la plaza.
Yo, como soy poeta y por tanto puedo permitirme todo tipo de licencias, apenas si vi la trupe, especialmente a Rosario con su culo-corazón tanguero meciendo las sombras - ¡pedazo de frase!- no pude contenerme y le dije: “¡Eres la ONU en flor!”.
Como se lo dije con esa gracia que Dios me ha dado no hizo el más mínimo efecto. “Llevaba casi a rastras tres chiquillos,/uno negro, uno blanco, otro amarillo…/ Era la ONU en flor,/era un tsunami,/primavera en Japón,/otoño en Cadiz./Era su cuerpo al sol/polvo de rosa,/suave como un plumón/de mariposa.”...cantaba la Banda del
Malandar por la megafonía del “mercao”.