domingo, 15 de enero de 2012

LA ONU EN FLOR

LA O.N.U EN FLOR…
JOTA SIROCO

Pa mi Rosario

I.- El Chino fue el primer chino de todos los chinos que abrió un Todocién en Lavapiés.
Al chino, como es natural y hasta lógico, lo conocía todo el mundo por El Chino, escrito así con ch, principalmente porque no hay otra manera de escribirlo en español, salvo que uno sea de Ondárroa y le de por escribirlo con tx, es decir, Txino, pero no es el caso.
Bueno, a lo que íbamos. El Chino en realidad no era chino, porque había nacido en Vietnam como suelen hacerlo todos los vietnamitas, pero eso a él y a medio Madrid le daba igual. Por más que al principio hubiera intentado establecer en condiciones su nacionalidad- ¡que no soy chino que soy de Vietnam!- nada, que si quieres, como el que oye llover.
Aunque, como acabamos de decir, el chino era vietnamita, del norte para más detalles, toda la gente le exigía que hablara con acento chino, que no es igual que el vietnamita,
este último es aún mucho más musical, casi sinfónico digamos. Sobretodo se reían mucho cuando decía Madlí en vez de Madrid, pues, aunque él por razones de
nacimiento podía perfectamente pronunciar la erre, de todos es sabido que los vietnamitas la pronuncian perfectamente, se le exigía aparentar su ignorancia para ser un verdadero chino, ese chino que precisamente no era, porque en realidad era…¡perdón esto ya lo he dicho hace un momento!.
Al Chino, por otra parte, le habría gustado ser vegetariano de nacimiento, porque, como es obvio, todo hubiera sido más fácil, teniendo en cuenta que en los pocos campos que se salvaron del napalm no había más que arroz y puerros, él decía alós y puelos, sin embargo este es otro deseo que no pudo cumplir.
Con las pesetas la tienda le iba bien, con los euros mejor, aunque la gente no paraba de preguntarle que cuanto era- ¿Cuánto es, Chino?- para escucharle responder: “un eulo”, y
reírse.
Bueno el caso es que no era vegetariano, y un día sí y otro también tenía que acercarse al mercado Santa Isabel con el fin de comprar hamburguesas y chorizos, que eran la base de su alimentación y por tanto de su filosofía. La charcutera se llamaba Rosario y a él le caía en gracia. En glacia.

- “Chinito tu, chinita yo”, le saludaba Rosario.
- “Menos blomas Losalio que me conozco”, contestaba El Chino, como es
evidente por el acento.
- “¿Cholicitos como siemple?, preguntaba Rosario, como es evidente por la guasa. “Y hambulguesa”, terminaba el chino.
Así un día tras otro. Pero un jueves, lo recuerda perfectamente El Chino, porque el día no tenía erre y porque acababa de leer a Lorca, es decir, Lolca… al repetido ¿cholicitos como siemple?, respondió: “No, Losalio, te quielo a ti y a tus senos de estaño, ay, velde que te quielo velde”.
Rosario, a la que nunca le habían dicho palabras como esas, echó la persiana, jaló del chino como nadie antes había tirado de él, y se amaron apasionadamente bajo un goteante jamón de pata negra.
Al terminar el le dijo: “Te quiero para siempre, Rosario”. Así con todas las erres, como Dios manda.
Y ella: “Si ya me olía yo que tu eras vietnamita”.

II.- “A ti, Rosario, te está perdiendo la lascivia”, dijo un día El Chino sin saber muy bien lo que decía. Rosario le escuchaba con los ojos traspuestos, mientras que Pablito Chun-Li, su hijo, destrozaba un minitelevisor en blanco y negro, que más tarde o más temprano tendría como dueño a algún incauto caravanero.
Rosario cada día se fiaba menos de la mirada oblicua del Chino, pero no podía confesarlo, porque Pablito Chun-Li había sacado los ojos de su padre. Los ojos y la
palabrería: “¡Por Buda!, aquí hace más frío que en Saigón, mamá Rosario, así que si quieres nos vamos”, le dijo un sábado de noviembre, apenas cerrado el Todocién.
La charcutera, en excedencia desde lo de la boda oliental, no puso muchos impedimentos, primero porque entre los miles de chinos de verdad, indios y moros que habían invadido Lavapiés, en el barrio no se vendía ni una escoba, y segundo porque Rosario se había quedado prendida en los andares de pantera de Bamba Asúm, un senegalés que la miraba con ojos redondos.
“Rosario, entretela mía, yo vende todo por ti”, le confesó un día Bamba-Asúm, con una voz gutural, que ella imaginó nacida en los mismísimos testículos, y a Rosario se le volvieron a aflojar los sostenes y las ansias. Echó la persiana, jaló del moreno como nadie hasta entonces había tirado de él y se amaron apasionadamente bajo un paraguas rojo en el que se dibujaba la Glan Mulalla (véase escena semejante en capítulo I).
Pensó que aquello debía de ser la lascivia esa de la que hablaba El Chino… y con razón. Pablito Chun-Li, Rosario y Bamba-Asúm, estaban cuatro días más tarde en el Paseo Marítimo de Conil vendiendo bolsos a viejos alemanes, más blancos que el color del susto.
El mar tuvo la culpa de que a Rosario se le pusieran los ojos verdes como el botellín de la Heineken; el levante que sus carnes se volvieran prietas y negras como la mojama; Bamba-Asúm de que se le aflojaran los muelles de la sangre y la soledad de Pablito Chunlí, que tenía por efectos de la levantera la mirada cada vez más oblicua, el deseo de darle un hermanito.
Ella sabía que el viento sobre su falda suelta daba a su traste forma de corazón, además de marcarle las tirillas del tanga, Bamba-Asúm, al que tampoco le hacían falta demasiados estímulos, no pudo, ni quiso resistirse.
Fue sólo un momento, la verdad, pero cuando entre las dunas calientes Bamba-Asúm hacía lo que se suele hacer entre las dunas calientes, a Rosario se le vino a la mente la imagen de los pollos al ast dando vueltas en el asador que El Chino había abierto en Segovia, huyendo de los celos y los buenos recuerdos.
“Yo creo que nos está perdiendo la lascivia”, dijo segundos después de acabar. Bamba-Asúm sólo acertó a responder:” ¡Po… valiente plan! ”. Y por el momento ahí quedó la cosa.

III.- El Culocangrejo no era pesado del todo, pero para Bamba-Asúm, sí un poquito “jartible”. No entendía que se pasara la tarde de la caravana al puesto, del puesto a la caravana. “Este quiere comprar “todo” y tu entiendes mi”.
“Hola Rrrrosarrrio”. ¡Esas sí eran formas de pronunciar la erre y a Rosario le dio un pálpito!
- Hola, Klaus, amigo. “Hola, Klaus, amigo… hola Klaus, amigo”- repetía Bamba-Asúm- “Hola Culocangrejo”. Al Culocangrejo Bamba-Asúm le llamaba Culocangrejo porque tenía el culo más rosa que el “Hola”. Rosario se dio cuenta del detalle un día que fueron al Palmar y el alemán tomaba el sol en bolas, provisionalmente de espaldas. “Mira, Bambita-Asúm, ese hombre tiene el culo como un cangrejo”. Bambita-Asúm II no entendía la pretendida gracia de su padre; Pablito Chun Li, sí, pero se mantuvo impávido por aquello de la prudencia china de raíz vietnamita; Rosario, ni se rió, ni no se rió, sólo dijo: “Ea, aquí nos quedamos” y plantó la sombrilla a dos metros del alemán.
Rosario a sus treinta y cuatro años no es que fuera infiel, pero se cansaba. Aunque poca importancia le daba ya a formas y colores, cuando el Culocangrejo se dio la vuelta y vio lo que vio a Rosario le volvió a dar el pálpito, es decir, se le arrebujaron las sangres en los centros. En dos palabras, le saltó el tsunami que guardaba bajo los senos de estaño, como le había dicho El Chino, y en la mismísima sonrisa del entresuelo. Ella sabía muy
bien lo que aquello significaba. Quizá le salvó que no había persiana que cerrar.
Bamba-Asúm era comerciante, pero no le gustaba que el alemán rondara cada tarde el puesto. El Culocangrejo había comprado seis faldas en seis días, justo a la caída del sol, cuando a Rosario se le ponían los ojos más verdes que el botellín de Heineken y las carnes más morenas y prietas que la mojama de Barbate. Las cosas hay que repetirlas para dejar constancia y para que queden en la memoria.
- Otrrro rrrregalito, Klaus, amigo.
- Hoy no, Rrrrrrosarrrio. Hoy sólo vengo a decirrrrte adiós.
A Rosario se le pusieron los ojos de color violeta. “Amenaza tormenta”, pensó Pablito Chun-Li con buen criterio, aunque no dijo nada. “¿Te vas?”. Silencio teutón. “Antes tu y yo nos vamos a tomar un chiclanita”. Y salió sin mirar atrás camino de la caravana.
Bamba-Asúm se cruzó en el camino de Klaus: ¿Dónde crees tu ir tu?.
Pero el Culocangrejo ya sólo escuchaba en sus deseos música de Wagner y dijo con voz de soprano: Paso librrrre o morrrirrrr.
Bamba-Asúm se quedó tan lívido como una berenjena, el máximo de lividez en uno de su raza, porque vio en los ojos grises del alemán el frio de un cuchillo y además el panorama comenzaba a ser desolador: Bambita-Asúm II lloraba como lloran los niños, Pablito Chun-Li ponía ojos de vengador del pollero segoviano y Rosario dejaba volar al viento su falda, sabiendo que Klaus se iba acercando hacia su olor salobre.
Klaus, como corresponde a un nibelungo ejemplar, abrió la puerta de la caravana como quien abre un castillo, jaló de Rosario como nadie antes lo había hecho, y se amaron con el orden teutón y la pasión de Cádiz bajo una reproducción del Muro de Berlín, mientras cinco gatos observaban indiferentes las previsibles posturas, en número de siete, exactamente, y por su orden.
- No puedo más, dijo Rosario, voy a por mis niños.
- ¡Perrrro falta la séptima posturrra!.
- Tu vé preparando tó, que ya mismo vuelvo. Tiempo habrá, ¡Culocangrejo de mis entrañas!
.
IV.- Klaus Manolito había salido “rubio como los trigos a la salida del sol y con los ojos azules como el romero la flor”, a veces no puedo evitarlo y me sale la vena rociera, y era por ello un perfecto contraste con Bambita-Asúm, cuando ambos caminaban cogiendo la mano de Mamá Rosario. Pablito Chunlí también podría considerarse un buen contraste, pero siempre iba por delante, como abriendo paso y oteando inexistentes peligros con su mirada oblicua.
En Berlín Pablito Chunlí aprendió un alemán de barriada, con más erres que el vietnamita hablado por El Chino, y Bambita Asúm pasó tres años sorprendiéndose de todos los culocangrejos que le rodeaban fuera donde fuera. Sólo Klaus Manolito parecía estar en su salsa, gracias a que había salido “rubio como los trigos a la salida del sol,
etc”- ya saben a veces me asalta la vena rociera.
En Berlín no hacía más que frío y niebla. Ni el frío ni la niebla impedían que Klaus quisiera hacer las siete posturrrras. Aquel día no llegó a la sexta, a la quinta le dio un pasmo y de nada sirvieron los acordes de Wagner.
Cuando Rosario vio que se le estaba enfriando la cueva, vendió la casa que el Culocangrejo les dejara en herrrrencia y le dijo a Pablito Chunlí, que era el único que entendía las cosas serias, “¡Ea, se acabó el cuento, pisha, nos vamos p´abajo!”. Así dijo “p´abajo”, ni más, ni menos, y estaba todo dicho.
Lavapiés quedaba ya muy lejos y además hacía tiempo que se llevó el olvido su hablar castizo de tendera madrileña; en Conil la esperaba un vengativo Bamba-Asúm repitiendo enloquecido por la levantera: “po valiente plan, po valiente plan”, por todas las esquinas del pueblo blanco.
Cuando aterrizaron en el aeropuerto de Jerez, “con dinero pa tirá diézaño”, Bébe cantaba aquello de Ya era hora ahora me toca a mí/Harta de ir pa´ ca y pa´ ya,/con mis niños a cuesta y la casa colgando,/ahora decido por donde ando./Ya era hora ahora me toca a mi…
“¿A cuanto están los camarones, Rafaé?”, “Pa ti grati totá, shosho”. Cuando escuchó lo de “shosho”, a Rosario se le soltó el caño de las lágrimas y la tiritera del deseo, como sólo lo puede entender quien vuelva al sol tras años de frío en Berlín. De más está decir que le dio el pálpito.
Pero esta vez no echó la persiana, no jaló del “pescaero” como sólo la experiencia repetida es capaz de tirar de una persona, y no se amaron apasionadamente ante la
estrábica mirada de las pijotas. Sólo dijo: “ ¿Gratis, no? Pues hoy me llevo langostinos, Rafaé”.
Con Klaus Manolito en una cadera, Bambita-Asúm de la mano y Pablito Chunlí abriendo paso a su reina, parecía Rosario un tsunami de sal por los pasillos de la plaza.
Yo, como soy poeta y por tanto puedo permitirme todo tipo de licencias, apenas si vi la trupe, especialmente a Rosario con su culo-corazón tanguero meciendo las sombras - ¡pedazo de frase!- no pude contenerme y le dije: “¡Eres la ONU en flor!”.
Como se lo dije con esa gracia que Dios me ha dado no hizo el más mínimo efecto. “Llevaba casi a rastras tres chiquillos,/uno negro, uno blanco, otro amarillo…/ Era la ONU en flor,/era un tsunami,/primavera en Japón,/otoño en Cadiz./Era su cuerpo al sol/polvo de rosa,/suave como un plumón/de mariposa.”...cantaba la Banda del
Malandar por la megafonía del “mercao”.