Jota Siroco
Quien consigue un pacto entre su memoria y su olvido, puede vivir.
(Juan Ramón Jiménez)
He observado que me basta la compañía de aquellos a quienes amo.
(Walt Whitman)
Para Lili,
también en la puesta del sol.
Prólogo.-
1.- Yo he visto a mi padre perder la cabeza y la memoria.
Un día me dijeron que las cuatro hermanas de mi padre habían perdido en sus últimos años la cabeza y la memoria.
Por eso sé que algún día también yo perderé la cabeza y la memoria.
Espero, como mi padre, no olvidarme de leer.
Esa es la razón por la que no me queda más remedio que escribir sobre la gente y los días robados al olvido.
Para recordar cuando haya perdido la cabeza y la memoria.
Para que no se me olviden los recuerdos.
La nieve aún intacta en la Plaza de la Diputación.
El largo camino hacia los salesianos por la Cuesta de la Amparo, quizá de la Virgen del Amparo, pero allí, como Guadalajara era aún una ciudad pequeñita, todos nos conocíamos y había, digamos, cierta confianza con las vírgenes.
Y mi madre, “Pepito, el pasamontañas”. Marrón. Un abrigo, también marrón, de lana heredado de mi primo Nacho, que vivía en Madrid y por tanto era más moderno; unos pantalones de pana, inevitablemente marrón, con rodilleras marrones..
Un ser tan marrón no podía recibir en su colegio otro mote que “el castaña”.
3.- Cuando estaba malo espiaba desde el pasillo a la abuela Teresa, que, casi milagrosamente, convertía su eterno moño blanco en una larguísima melena de plata. Yo la quería porque ella me quería y porque a veces me daba una peseta para mis gastos, paloduz en el kiosko de Félix, sin que lo supieran el resto de mis ocho hermanos: “esto es un secreto entre nosotros”.
Luego supe que era un secreto que todos guardábamos por el mismo motivo.
Pero sólo yo dormía a veces con ella y cuando le preguntaba “Abuela, ¿qué puedo hacer para dormirme?”, ella cogía mis manos y me decía: “Cierra los ojos y respira, sobretodo, Pepito, no te olvides de respirar.”
A los demás abuelos no los conocí.
4.- La posguerra había dejado un agujero profundo en el estómago de los españoles.
Cuando mi padre llamó a aquella pequeña granja: “Las mellizas”, en homenaje a mis hermanas recién nacidas, a mi no me pareció muy justo, también podría haberla llamado Granja Pepito, digo yo, que ellas ni iban a recoger huevos, ni se enfrentaban a patadas con el bravío gallo del corral.
Yo lo hacía con Julián y con su hijo o nieto, nunca supe el parentesco, Miguel Ángel, “el pedos húmedos”.
No sé cómo el gallo, tras sufrir cada mañana tantos daños colaterales, seguía teniendo valor para insistir en la defensa de sus dominios.
5.- Mi padre era médico. Vaya, nació médico, no podría haber hecho otra cosa en la vida, y, tal vez pensando que yo siguiera sus pasos, me dejaba ir con Paco en la ambulancia, una vieja DKW de las de entonces.
Un día volviendo de Marchamalo, escuché en la parte trasera un grito desgarrador.
Tenía ocho años. Había visto mi primer muerto. No me impresionó. Parecía dormido. Tampoco tuve ningún trauma. Quizá desde entonces veo la muerte como algo natural e inevitable. Sí se me quedó marcada la pena de los que pierden.
Lo segundo me sirvió para poco. Creo yo.
También me enseñaron las capitales de Europa, que entonces, como seguía en pie la Unión Soviética, eran muchas menos que ahora, porque sólo se aprendía Moscú, y ya está.
A jugar al fútbol no aprendí, algo había en mi que me alejaba de aquella estupidez.
Sí recuerdo que D. Alberto nos ponía películas en blanco y negro, censurando los besos, y que nos quitaba el frío persiguiéndonos con una correa. No nos daba, sólo nos hacía correr.
7.- Al entrar en el colegio de las Francesas saludábamos con un “Ave María Purísima” y había una monjita, la Madre Áurea, que respondía a las mil voces infantiles, con un repetido “Sin pecado concebida”. Así aprendí la paciencia.
Lo que más me gustaba era la leche en polvo y el queso de bola que por lo visto nos mandaban los americanos y que nos daban a media mañana; lo que menos la poca luz.
Guadalajara amanecía oliendo a humo.
Unas enormes perolas de cobre hacían hervir agua.
Los matarifes desayunaban con aguardiente, hablaban de mujeres y fumaban Caldo de Gallina, que guardaban en unas petacas resudadas.
El grito de los cerdos al clavarles el gancho en el cuello era estremecedor. Nos prohibían verlo, pero lo veíamos.
Se desangraba el cochino sobre una especie de catafalco, después de que un descomunal cuchillo hubiera cortado su yugular; la sangre parecía un ser vivo; nunca le vi el alma.
En una especie de bañera de latón, llena con agua hirviendo, se echaba al animal para ablandar su pelambre; una vez rasurado y presentable alguien le cortaba el rabo y las orejas, como a los toros.
El rabo estaba muy bueno envuelto en papel de estraza y requemado entre las brasas de la perola.
Cuando las mujeres terminaban de limpiar las tripas, dejando el patinillo lleno de mierda, comenzaban a hacer chorizos y morcillas.
Era una fiesta de muerte, como los toros.
Recogíamos margaritas, amapolas y retamas. Corriendo se las poníamos en el altar de la Virgen... “Venid y vamos todos...”, esa expresión me parece original...venid y vamos...no sé si al autor le habrán dado ya el Nóbel.
Las niñas estaban guapísimas con el ramo de flores entre sus brazos y a mi me hubiera gustado poner el mío a sus pies y no en el altar de la Virgen de la Antigua...
¿Qué le vamos a hacer?
Tampoco me habrían hecho demasiado caso.
10.- Mi hermana Teresa, en cambio, sí hacía caso al que le enviaba flores. El novio se llamaba José, como entonces se llamaba casi todo el mundo, aunque le decían Jóse y tenía una Iseta. Era un microcoche al que curiosamente se entraba por delante.
Un portento, sobretodo cuando se calaba, y había que empujarlo; una vez en marcha uno tenía que colocarse frente a él y lanzarse como Dios le daba a entender sobre el asiento.
Con él iba a buscar a mi hermana a las Adoratrices, el colegio donde estaba interna, aún no sé muy bien por qué, y al que le escribía largas cartas de amor, que luego yo leía en secreto, jugándome la vida.
Tenía genio mi hermana, pero sé que en el fondo no le importaba que las leyera, porque ella sabía que yo, aunque metepatas, también era discreto. Quizá en esas cartas aprendí a ser un poeta romántico.
También se tapaban las cuatro calles con palos para que los toros del encierro no tuvieran oportunidad de escapar.
En la plaza se construía un coso taurino con los carros y siempre toreaba un novillero que se llamaba “El millonario”.
Quizá, como era millonario, no arriesgaba demasiado y a los toros tenía que rematarlos la Guardia Civil.
Por la noche en el baile uno intentaba arrimarse a las mozas, pero tras el primer achuchón se descubría que la moza era tu prima y ahí se acababa el romance.
Recuerdo que la orquesta se llamaba “Los Buches”, que interpretaba pasodobles y que llevaba las chaquetas azules con el borde dorado.
12.- La Nati, que era la portera del edificio, quería a mi hermano Quino más que a mi “¡Ven aquí helmoso!”(sic), le decía , y le invitaba al Cine España que estaba al lado de casa.
Con decir que vio cinco veces “El Litri y su sombra”, está todo dicho.
El dueño del cine se llamaba D. Protasio, y era gordo y grande, como su propio nombre indica.
A mi nadie me invitaba ni al cine ni a nada, ni a pipas siquiera, que entonces costaban una “gorda”, a Quino, porque era bueno, sí le invitaban a pipas.
Yo, porque estaba más que celoso de mi hermano pequeño, que además era un ejemplo de la serenidad frente a mi desastrada incontinencia, en cuanto podía le metía la cabeza en la taza del wáter.
Muchos años más tarde, cuando se hizo dentista, se vengó y me arrancó de una tacada cuatro muelas.
13.- En la fiesta de Candelas en el Casar, como no había globos, se inflaban las vejigas de los cerdos y se ataban a unas picas forradas con papeles o telas de colores.
Había que lanzar la pica al cielo y recuperarla antes de que tocara el suelo, recuerdo que mi primo Félix, al que una mula le partió la frente de una coz, era un verdadero experto.
Ponían en el centro de la plaza el tronco pelado de un pino, al que llamaban el “mayo”, y allí colgaban chorizos y salchichones, a veces, hasta un jamón.
Al “mayo” le untaban sabe Dios qué para que los mozos resbalaran y cuando caían al suelo se llevaban una somanta de vegigazos.
Las chicas normalmente se enamoraban del que conseguía el jamón.
Había años en los que no podían enamorarse de nadie.
14.- Había unas piedras bañadas con azufre que al arrojarlas al suelo producían una explosión y una pequeña llamarada.
También, al chupar sin querer el azufre, que se quedaba pegado en las manos, producían cagalera, pero eso era bastante menos heroico.
Aquella vez la jodida piedra botó mal y fue a partir el espejo de los caballitos.
El gitano no me puso grilletes, pero casi. “Danquí no te mueves pa pagá los esperfetos”, dijo, y me encadenó en la casetilla de cobrar las entradas.
Cuando mi padre me vio atado como un perro, se fue para el caló, que curiosamente se tornó blanco, y de un puñetazo le dejó sentado sobre un caballo marrón. Entonces la gente arreglaba las cosas así, por las buenas.
Desde entonces no me gustan demasiado los gitanos.
15.- El tío Antonino era funcionario en Tánger, exparacaidista, amante del casino, decían, campeón de mus y, además de tener una ceja mucho más alta que la otra, tenía un Chévrolet americano, entonces le llamábamos un “haiga”, al que, cuando recorría solemne las polvorientas calles del pueblo, los chiquillos lo perseguíamos intentando tocar sus impresionantes alerones de plata.
En la hora del vermú entraba triunfante en “Ca Pedro” y pedía un “cubalibre”. Pedro en su vida había escuchado el nombre de aquel brebaje. Bueno, ni Pedro, ni los veintitantos paletos que rodeábamos a mi tío, mientras explicaba los componentes exactos de tan portentoso combinado.
Mi tío Antonino tenía también en su casa un tigre disecado.
Yo le veía como la antípoda sin ley de la familia y por eso me caía del diez.
16.- A mi me gustaba ir con mi prima a la fuente. No porque me gustara la fuente, sino porque me gustaba mi prima. Aunque yo creo que ella nunca se enteró.
Se sentaba a horcajadas en el lomo del burro, como una reina rústica, y yo detrás llevaba el ramal con la solemnidad de un palafrenero.
Aquel día el burro se empeñó en comer alfalfa justo cuando bajábamos la cuesta.
Ella resbaló por el pescuezo como por un tobogán, yo la seguí inevitablemente, y allí quedamos entrelazados en el suelo uno sobre otro durante unos segundos.
Aún recuerdo el olor de sus trenzas.
También recuerdo aquel triste verano en el que mi prima Rosita, tan delgada, tan transparente y tan buena, se fue para siempre. Mi prima Rosa tenía el corazón de cristal.
17.- Dicen que El Calvario lo bombardearon los rojos, aunque la verdad parecía no tener techo desde hacía siglos.
Las parejas pasaban en silencio frente a las puertas del cementerio y, una vez fuera del campo de visión de los difuntos, bajo el Cristo y los ladrones de piedra, se metían mano con o a discreción.
Los “mellizos”, que eran unos primos un poco mayores y del pueblo, me enseñaron desde dónde se veía mejor.
Y otro primo, un poco satirón, me enseñó cómo debía tocarme la picha mientras veía el espectáculo.
Yo sólo tenía nueve años y aquello me aburrió pronto.
18.- El niño apareció por el patio del colegio una mañana de invierno. Puedo asegurar que en Guadalajara no es cualquier cosa una mañana de invierno.
Temblaba de frío, hambre y roña. Pero su mirada era limpia.
Sólo pedía pan. Pero el cura, el único cura cabrón que conocí en aquel colegio, pensó que un hijo de Dios no podía ir tan sucio.
En una pileta de los servicios, le desnudó a la vista de todos y le bañó con agua gélida. Tendría unos ocho años, como yo. Le vi tiritar casi hasta la muerte y también contemplé horrorizado como su cuerpo se amorataba.
Al final el cura le dio un pan, un rosario y le hizo besar su mano.
Nunca más volvió.
Le quedó también el recuerdo de una sandía llena de vino para celebrar la victoria al pie de la torre parroquial de Pepino.
…y la certeza de no haber matado a nadie.
Sí salvó de la quema a Negrín, cuando un grupo de falangistas intentó lincharlo en la Facultad de Medicina. Funcionó afortunadamente la jerarquía y el futuro Presidente de la República pudo capear el chaparrón.
Hoy en sus breves momentos de lucidez, antes de perder definitivamente la cabeza y la memoria, mi padre se acuerda de esas cosas y repite insistentemente que él en la guerra fue sólo un médico que intentaba revivir lo que otros intentaban rematar.
También en el maletero se podían abrir, ya al aire libre, dos pequeños asientos, que se llamaban pescantes.
Como estaba de moda y al Balilla le sobraban “reaños”, nos íbamos al Sardinero, a Santander, y cuando comenzábamos a salir del coche mis padres, la abuela y, entonces, cinco hermanos, hasta Loles llegaba la cuenta, los porteros del Hotel nos miraban con cara de espanto.
El coche llegaba cargado de maletas, renqueante, asmático, echando vaharadas de humo por todas las rendijas del motor… pero llegaba.
Dejaba atrás casi seiscientos kilómetros de curvas de imposible asfalto, de calor y noches sin dormir, pero estábamos en Santander, en el Sardinero, y, aunque ya tenía tres años no tenía consciencia de que aquello era el mar.
Lo supe muchos años mas tarde cuando vi las fotos y casi no reconocía a nadie.
Sí, el Once Ligero, “el pato”, era más grande, pero había que tener posibles.
Tampoco el”topolino” estaba mal.
Mi tío Carlos tenia un “topolino”
21.- Loles era mi hermana hermanísima por tres razones: porque íbamos juntos al colegio pasando el mismo frío, porque se reía con los ojos limpios y porque le parecían bien mis cosas.
Cuando me clavaron la flecha en el ojo, dejándome marcado para siempre, ella me cuidó; cuando la operaron de anginas yo la cuide y comprendí su queja:”Ay, Jesucristo, lo que tenemos que sufrir en la vida”. Cuando inventamos el teatrillo de títeres junto a la playa de Sanlúcar ella fue la mejor taquillera. Nunca fue tanta gente a ver un espectáculo.
Aun la recuerdo soplando a través del tubo de butano que habíamos aplicado a la melódica, esperando el sonoro aplauso de nuestro público, las gallinas de la granja “Las Mellizas”, que escuchaban impertérritas la partitura integra de “Ansiedad”.
Siempre será el contrapunto de mi infancia.
Nosotros de la de Franco.
Era una persona honrada, lo que entonces en Estocolmo para un emigrante del Este, era sinónimo de alimentarse a base de cebolla hervida.
El no era artista, nosotros sí y por tanto podíamos permitirnos el lujo de robar pollos y tabaco en los supermercados.
Nadie entonces en la Suecia de los setenta podía pensar que una persona en su sano juicio se dedicara a la rapiña.
Al Yugu le dejábamos cada semana un pollo en la taquilla, que el hombre agradecía en silencio, como si hubiera caído del cielo. A cambio nos presentó a Riitta, a Katherina y a Mary Louise. Gracias a un pollo robado perdí mi virginidad.
A veces pienso qué habrá sido de la vida del Yugu.
23.- El silbato debía sonar a las 10 en punto. Llevábamos melenas al aire, barba de cien días y paseábamos por las aceras de la Avenida de José Antonio, disimulando, aunque en la mirada se nos notaba que habíamos visto unas catorce veces El acorazado Potenkim.
El salto, y el posterior atasco de tráfico, se produciría apenas si hubiera sonado el silbato, ya digo.
Pero, ah, era julio, era Sevilla y él iba con una trenka, sospechoso, y debajo de la trenka ocultaba un flexo, ¡ un flexo !. Sospechosísimo.
¡Dios!, tuvo mala suerte. A las 10 en punto un guardia de tráfico hizo sonar su pito. Todos nos dimos cuenta, él no. A nadie le dio tiempo de avisarle. Saltó en solitario al centro de la avenida, y al grito de Amnistía y libertad, Amnistía y libertad, enarboló el flexo entre los coches. No lo detuvieron.
Quizá no llegaron a salir de su sorpresa, quizá les dio pena, quizá era sólo carlista.
Tampoco le quitaron el flexo.
24.- A mi hermana Concha en la facultad la llamaban “maizena”, porque estaba tres veces buena. Yo como era su hermano no me fijaba en esas cosas.
La veo cada noche planchando con almidón su cofia y su delantal blanco de enfermera y recuerdo su vuelta del hospital por la mañana, cuando yo salía de casa para ir al instituto.
Había un conocido locutor, Boby Deglané, que había conseguido millones de pesetas para los damnificados por la riada de Sevilla.
La gente llegaba a la capital desde los pueblos. Un autobús tuvo la mala suerte de despeñarse por la cuesta de la Media Fanega, al tiempo que una avioneta se estrellaba contra la gente que había ido a esperar la ayuda solidaria... y muchos niños tuvieron la desgracia de quedarse huérfanos.
Mi hermana que como dije era “tres veces buena”, se presentó aquella mañana en casa con uno de ellos en sus brazos y a mi madre casi le da una alferecía.
En aquel piso de Nervión vivíamos mis padres, la abuela y ocho hermanos.
La verdad es que no cabía ni un alfiler.
La alferecía materna hubiera sido totalmente comprensible.
También lo fueron las lágrimas de mi hermana Concha.
25.- Por fin tocaba cenar en condiciones. Aquel 18 de Julio, la Embajada invitaba a la colonia española a una cena de hermandad patria.
Nos guapeamos y entramos en la Embajada literalmente colgados del brazo de Katherina, Riita y Marilouise. A mi Katherina me sacaba la cabeza, de alta quiero decir.
En la puerta, solemne, nos recibió el Embajador in person, D. Alfonso de Borbón Dampierre, y nos indicó el camino hacia el salón de la izquierda.
En el de la derecha entraban los que no se sorprenden de cenar caviar, en el de la izquierda aquellos para los que aun la tortilla de patatas era la mayor de las sorpresas.
A la tercera botella de peleón, Kiko se inició por sevillanas. Un cuarto de hora después los del salón de la derecha, embajador incluido, estaban con nosotros, con la plebe.
Desgraciadamente se comieron la tortilla.
A cambio, eso si, nos dieron un helado.
Una chica, morena, española, guapa y de mi altura, me dijo mirando el cucucrucho:
- ¿Me das un bocadito?
- ¿Dónde?, le contesté.
Estas cosas, entonces, sólo se podían decir en Suecia.
Como pude, siguiendo el rastro de los fantasmas, me dirigí hacia el único lugar que permanecía abierto toda la noche: La Estación de Marsella, La Gare de Marseille.
Yo iba vestido de hippy mendicante, pero allí había una verdadera corte de los milagros, un renovado patio de Monipodio: negros famélicos, chinos lascivos, moros misteriosos, y todos me observaban intentando en un descuido robar mis escasas pertenencias.
Pero ella estaba allí como una princesa del infierno. Envuelta en harapos, sentada orgullosa sobre un saco inmundo como si fuera un trono.
Me llamó y me acogió entre los pellejos de sus brazos. La vieja olía a diablos, pero acunó mi cansancio y mi juventud durante toda la noche. Nadie se atrevió a acercarse.
Años mas tarde le escribí una canción a la que titulé “Princesa Clocharde”, la grabó “La banda del malandar”, que cuando esto escribo aún no era famosa, pero que lo será.
27.- Se llamaba D. Jesús. Era enteco y católico como su propio nombre indica y además nos daba clase de latín.
En el último banco nos sentábamos seis facinerosos.
Entre declinación y declinación hacíamos concursos de pichas con premios para todo: a la más larga, a la más gorda, a la más corta, a la que antes se ponía dura, etc.
Nunca diré cual fue el que yo gané.
Cuando ya nos hartábamos de latines y concursos, el de la esquina del banco, por toca, simulaba un mareo y D. Jesús, que también era crédulo, gritaba asustado: “Rápido sáquenlo, sáquenlo”.
Los seis llevábamos al enfermo imaginario al pasillo por donde indefectiblemente aparecía el Jefe de Estudios.
Fin de fiesta.
El que más aguantaba en las pajas era Avelino Cruz García y eso que nunca se llevó ninguno de los primeros premios, siempre le tocaba la pedrea…por darle algo.
Hoy a sus ochenta y nueve años sigue teniendo mirada de niña.
Cuando recibió en el 38 la carta en cuyo sobre estaba escrito aquello de… “volverán las oscuras golondrinas”, se le cayeron un par de lagrimones en las aguas del Henares.
Hasta el cartero sabía que esa era la señal secreta.
Su novio se había pasado.
La noche entre barrancos, dejando insignias entre las matas silvestres de romero, con la pistola de oficial médico quemándole en la cintura.
Y una voz ¡Alto,¿Quién vive?!. Y una respuesta: ¡España!. Y la misma voz de antes acompañada con el chasquido seco del mauser cargando la recámara:¡ Si teneis armas tirarlas al suelo!...la pistola cayendo a los pies del centinela y el novio desmayado de cansancio y miedo.
Cualquiera con veintitrés años y una novia guapa esperándole se hubiera desmayado de cansancio y miedo.
Mi madre a pesar del susto, esperó en silencio la carta siguiente.
En silencio, con los ojos de niña, como nos enseño a amar a la vida y a la gente.
Anna-Bella llegó a Sanlúcar desde Italia para morir junto al Guadalquivir, donde nadie conociera su soledad y sus sufrimientos.
Rodeada de comedia y de arte cerraba sus ojos cada noche a la ilusión, después de haberla hecho nacer en los ojos de todos los niños.
Se enrollaba en si misma antes de bajar la tapa de su arcón-catafalco, convirtiéndose en un títere más de su trouppe, en el papel de una drácula dulce y canosa.
Anna-Bella, antes de acostarse, tapaba amorosamente a sus muñecos y con un beso en su frente de madera les deseaba las buenas noches.
Anna-Bella tenía un cáncer terminal, pero sus títeres no lo sabían y por eso a sus caricias, a sus nanas, le respondían con una sonrisa.
Anna-Bella duerme para siempre en su arcón de papel y purpurina bajo las aguas del Guadalquivir.
Sus títeres tampoco sabían nadar.
Paco, Damián, Miguel, Manolo… Nos pasábamos la tarde limpiando las manchas de aceite que había dejado el 850, aquel Balilla de la infancia hacía tiempo que había pasado a mejor vida, y preparando la sangría.
En la sangría poníamos toda la pasión y demasiada ginebra.
El rock solo servía para abrir boca. Siempre había un gordito buenagente, y poco dado al rijo, que ponía los discos, ahora se le llamaría DJ (diyi) y hasta ganaría millones.
Pero la verdadera fiesta empezaba con el “agarrao”.
Las niñas siempre olían bien y aunque al principio clavaban sus codos en nuestras costillas adolescentes, siempre había una canción en la que bajaban sus defensas y hasta te daban un beso.
Por la noche tus manos olían igual de bien que olían las manos de las niñas y uno se dormía acunado por mil ensoñaciones.
Al guateque a veces llegaban chicas nuevas que te hacían soñar con nuevos amores imposibles.
En primera había calefacción y uno se daba un paseo por primera para calentarse hasta que el revisor te echaba.
En tercera la gente tenía la cara blanca por el frío y el culo con callos por la dureza de los asientos.
A veces, si tenías suerte, el vagón se llenaba de soldados que repartían tinto peleón y tortillas de patatas recién hechas entre los insomnes viajeros.
Si no tenías suerte, te tocaban en frente dos monjitas que bisbiseaban interminables rosarios y tu intentabas quitarte el frío pensando en el verano y en prohibidos abrazos.
Atocha tenia entonces olor a barrio, a maletas viejas, a putas recién levantadas y a bocadillos de calamares.
…Y Madrid era lugar de asilo para todos los que aun tenían el sueño de escapar al aburrimiento angelical de los pueblos.
32.- Las muchachas rojas, como leían lo que leían, no te hincaban los codos en el enteco costillar. Las muchachas rojas te besaban mientras tu les recitabas versos de Neruda, poniendo la misma voz de Neruda…”me gustas cuando callas porque estas como ausente…”
Y yo me enamoraba de las muchachas rojas de una forma distinta que de las otras, las chavalitas del Patio de San Laureano, me enamoraba de ellas para una tarde, lo más para dos, porque una relación mas larga podría ser sospechoso hasta para un “social”.
Los “sociales” deberían ser los “monos” más torpes del mundo, pues en los pisos se reunían militantes de todos los partidos y habría sido fácil la redada.
Las chicas mas guapas estaban en la LC, los mejores carteles los hacia el MC, las del PC eran demasiado disciplinadas y además yo no debía juntarme con ellas para no descubrir el “tinglao”, las de la ORT eran muy jovencitas y las del PTE eran la competencia directa y te pasabas la tarde discutiendo de tácticas y estrategias sin llegar a nada.
Las más feas eran las Carlistas, pero afortunadamente había pocas.
Pues eso, que las muchachas rojas iban, como nosotros, a lo que iban, y que España comenzaba a parecerse a Suecia.
33.- Uno de los “sociales” tenía en la calle Marqués de Pickman una tienda de mimbre. Cuando cayó Jorge y supimos que le habían apagado colillas en la espalda, todos nos acordamos de-la-madre-del-social-de-la-tienda-de-mimbre.
La gasolina no entraba bien por el cierre, pero al final entró. La explosión fue infernal. Deberíamos haber puesto gasoil.
El ”social” bajó en pijama haciendo aspavientos, como si no hubiera roto un plato, justo cuando llegaban los bomberos. No se explicaba cómo, pero sabía por qué.
Le conocía porque a veces visitaba la papelería que abrí en el Polígono de San Pablo, el políngano, para venderme alguna estantería y de paso echar un vistazo a la multicopista. La multicopista siempre tenía el contador estropeado.
En la papelería se editaba la Hojita Parroquial que tenía su cuota de papel. La Hojita Parroquial siempre salía con dos hojas menos, que servían después para editar el Mundo Obrero, ya digo, con papel legal.
A mi el párroco me traía los originales de la Hojita, y un baranda del PC, hijo del Comisario Policía, los otros originales escritos en una de las pocas máquinas de escribir no controladas, la del Comisario de Policía. En fin que no hacía otra cosa que colaborar con la Iglesia y con la Bofia. ¡País!
34.- Yo no era rico. Era imposible ser rico teniendo ocho hermanos. Pero me llevaron a un colegio de ricos.
Los pobres llevaban un babi miserable, a rayas, como los presos.
A los ricos y a los pobres nos separaban con una valla de alambre, a través de la cual a las 11.30 se les daba gratuitamente el desayuno.
Había un alumno encargado de repartir el desayuno a los pobres. Un niño rico vestido con el uniforme de los niños ricos: chaqueta burdeos, pantalón gris marengo, camisa blanca y corbata a juego con la chaqueta.
D. Ángel tenía la nariz roja del mollate.
El “Apache”, el Rector, rapaba al cero a los alumnos díscolos, por su bien, y los paseaba humillados por todas las aulas.
D. Fermín, el falangista, controlaba desde su bigotito y desde su mirada de acero las ansias de doscientos adolescentes.
Y el Padre Ecónomo lucía una pechera sembrada de rapé y una supuesta bala roja en el fondo de su abultada barriga.
Los jesuitas, pues, me enseñaron el cinismo.
Yo nunca fui lo suficientemente rico como para repartir el desayuno, gracias a Dios.
35.- Las consignas solían llegar los jueves a la Bodeguita Morales, allá por el Arenal, a través de un camarada desconocido.
Después de los tres primeros vinos, excelentes, teníamos en nuestra mano la revolución mundial. A veces caían también unas berenjenas de Almagro.
Yo había leido a Marx, a Gramsci, a Markusse, en fin, a todos los autores obligatorios y me había enterado de poco. Quizá porque a los 17 años a uno le interesan otras cosas.
Dos veces me detuvieron, dos noches pase en los calabozos de la Gavidia, y dos mañanas me soltaron sin saber exactamente si era tonto de remate o un perfecto farsante.
Solo algún tiempo más tarde empecé a comprender los porqués de aquella revolución pendiente a través de la canción y de la poesía: Machado me enseñó la honradez, Alberti la conciencia, Hierro la lucha, Miguel Hernández el sentimiento.
“A galopar”, que cantaba Paco Ibáñez, y “La estaca”, de Luis Llach, me indicaron otro camino posible si fallaban las buenas.
A veces pasaba por Morales un señor gris, vestido de gris, para pedirnos el carnet y acabar ordenándonos: disuélvanse.
Igual, igual, que si fuéramos un azucarillo.
36.- El conserje de la vieja Facultad de Letras, “El Sandalio”, incluso antes de ver Mejor imposible, no pisaba la línea de las losetas, porque su pie derecho hacía un pequeño dribling antes de dar los pasos, no era tiempo aún de neuróticos obsesivos sino de cojos.
A los heridos del bando nacional se les llamaba “caballeros mutilados”, a los del otro bando “jodidos cojos”, yo no sé de qué bando era el “Sandalio”, pero cuando veía a algún “secreta” nos avisaba.
Descubrí los rincones de toda la ciudad, Sevilla fue la palma de mi mano y en ella compartí amigos y secretos. Cuando comenzó a quedarse pequeña, me perdí por los barrios de media Europa y por los desiertos de África.
Tuve dos hijas preciosas y tuve sueños que se rompieron justo al amanecer, porque era demasiado joven y el mundo se me estaba haciendo demasiado viejo. Hoy, veinte años después de rotas las “hostialidades”, como decía Cela, cuando va a nacer mi nieta Carlota, he vuelto a hablar con la madre de mis hijas mayores.
Sin embargo, a veces, tanto silencio resulta incomprensible.
37.- Yo nunca fui de la OJE, quizá porque era demasiado canijo y no tenía el aire marcial que exigían los mandos.
Mi hermano Toño sí. A la fuerza ahorcan.
Mi padre observaba al grupo de alevines falangistas pasar frente al balcón de casa.
A mi hermano le daba vergüenza pasar frente a casa con aire marcial y con los correajes y a mi me daba risa. “¡Juan Antonio!, decía mi padre, ¡saca el pecho, que no se diga!”. Pero Toño sólo sacaba el pecho frente a las vecinas.
El ejército, aunque después fue militar, nunca se le dio bien. Las vecinas, para envidia mía, si. Eso no me daba tanta risa.
Lo más cerca que yo estuve de la OJE fue cuando iba a pelarme por cincuenta céntimos (de peseta) al Frente de Juventudes.
38.- Nos fuimos a veranear con la ambulancia, a la que habíamos tapado la cruz blanca. Mi madre no vino.
Solo fuimos mi padre y los mayores. Yo tendría ocho años, pero ya era de los mayores. En las familias numerosas uno se hace mayor enseguida.
Cuando por primera vez vi el mar, el Mediterráneo, bajo la sombra del peñón de Calpe, a punto estuve de desmayarme.
En realidad yo creo que me desmayé, pero como nadie me hizo caso, me repuse pronto.
Desde entonces toda mi vida quedó unida al mar.
Había visto en mi infancia demasiado campo y demasiado secarral para sentir atracción alguna por lo que después llamaron el turismo rural.
39.- A mi padre, como no podía ser de otra manera, se le puso en la cabeza que fuéramos a recibir a Eisenhower (sabe Dios si se escribe así), porque venía a ayudar a España.
Madrid estaba lleno de carteles que decían “IKE bienvenido”, Ike era por lo visto como se decía Eisenhower.
Cuando llegamos con el seiscientos a la puerta de la base de Torrejón mi padre dijo: “Venimos a ver a Eisonver (sic)”. Eso de los idiomas nunca se le dio muy bien. Yo no sé si el guardia pudo contener la risa, no recuerdo ese detalle, el caso es que nos obligó a dar media vuelta.
Éramos los únicos que íbamos por la carretera camino de nuevo hacia Guadalajara.
Los generales nos miraban desde sus coches negros y los guardias, desde las cunetas, observaban nuestra atrabiliaria operación retorno, me parece a mí que en sus miradas había cierta sorna.
Mi padre no dejaba de repetir: “Pues no lo entiendo, pues no lo entiendo”.
El seiscientos estaba a punto de ponerse a hervir.
Era entonces lo normal pasarse a cierta altura de la vida por la calle Niño Perdido, allá por la Alameda.
Yo tuve más suerte y como creo que ya he dicho me inicié con Katherina, con ella me quité los fríos de Estocolmo y el calor de España.
Sólo una vez fui de putas.
Yo era de izquierdas y no veía bien comprar a una mujer, pero aquel día fui.
Era en la ciudad francesa de Pau.
Justo cuando estaba hablando con ella, justo cuando acababa de darle un sobre, paró un coche de Policía y nos llevó detenidos. ¡Vaya debut!
Los gendarmes no salían de su asombro. Cuando abrieron el sobre, que ellos suponían dinero, se encontraron un poema de amor. Todo mi interés con aquella muchacha lánguida y hermosa era darle un poema de amor.
Vaya, que no se puede decir que sea un putañero.
41.- Como venía un poco atontado del seminario, mi hermano Toño se encargó de darme las primeras directrices para moverme por el mundo, el demonio y la carne.
Me llevaba algunos sábados al teatro San Fernando donde ponían revistas.
A él le gustaba Éthel Rojo.
Era pelirroja y por tanto tenía la piel rosada.
Aquello estaba lleno de soldados, estudiantes y jubilados rijosos.
Las entradas de “cla” las vendía “El Pija”, un enano enteco con cara de pajillero, que, como si de un exhibicionista se tratase, abría junto a la taquilla su grasienta gabardina, de cuyo forro colgaban las entradas a la venta.
Una vez empezada la función el “gallinero”era su reino, él marcaba las escenas en las que había que aplaudir.
Cuando a Ethel Rojo se le caía una parte del sujetador, casualmente se le caía en todas las funciones, no era necesario que “el picha” nos ordenara que teníamos que aplaudir.
También había políticos que, como todos, se creían que lo hacían bien.
En el Hotel Oasis, en el gran sahara, sin embargo no faltaba de nada. Incluso había escorpiones.
La picadura del escorpión negro te hacía morir en segundos.
El rojo te daba una tregua de una hora, pero el hospital más cercano estaba a tres horas, o sea, que daba igual.
En el barrio de los españoles de Orán las casas eran de colores comidos por la salitre y detrás de los colores se hacinaban las putas y los pobres. Allí no vivía ni uno sólo de los políticos que creían hacerlo bien.
Como el dinero argelino no servía para nada fuera de sus fronteras y dentro no había en qué gastarlo, salvo en pollo asado, antes de irnos le dimos al portero del hotel un buen fajo de dinares y a cambio él nos deseó que Alá viniera con nosotros. El que faltaba.
Yo creo que en ese viaje me picó un escorpión negro.
43.- Recuerdo a mi hija mayor corriendo a su aire por las callejuelas del Barrio de Santa Cruz y por la Plaza Rossio en Lisboa.
La recuerdo leyendo sus libros de cuentos.
Tengo grabados en mis ojos sus ojos de sorpresa y guardo una lista completa de sus caprichos.
La llevo aún dormida en mi hombro, sintiendo sus sueños.
Y me sorprendo cuando sólo en horas aprendió las letras y escribió por primera vez, emocionada, su nombre: Vanesa.
Unos americanos se la quisieron llevar porque era más lista de la cuenta. Ni su madre ni yo estábamos por la labor y mira que se pusieron pesaditos.
Perdí sus recuerdos cuando cumplió doce años y la vida la arrancó de mi lado, por eso guardo sus fotos y su amor de niña en lo más secreto de mi corazón.
Creo que la recuperé del todo cuando me hizo abuelo y la pequeña Carlota me escuchaba con sus mismos ojos de sorpresa.
44.- Mi madre machacaba los huevos duros, aliñados con aceite, vinagre y sal, y llenaba con ellos el chusco de pan blanco.
Me iba a dormir a la era.
Mientras los segadores hablaban de mujeres y contaban chistes verdes, se asaba tocino en la hoguera y algunas ratas se acercaban para cenar en compañía.
A las ratas las mataban los pastores con una honda y cuando no les daban bien gritaban enloquecidas hacia sus madrigueras.
También se acercaban las culebras buscando agua o restos de vino. Había un zagal que, cuando levantaban su cabeza triangular, se la cortaba limpiamente con la hoz. El después se comía la serpiente y decía que sabía a pescado. Yo nunca la probé.
Me dormía sobre la paja bajo una manta llena de cagajones de gallina.
Por la mañana, sobre el trillo, ya nadie se acordaba de las ratas, sólo Fermín, el zagal, tenía retortijones y vómitos de víbora.
45.- Lo último que habíamos visto en España era Botón de ancla en color con el Dúo Dinámico y lo último que habíamos besado el brazo incorrupto de Santa Teresa, que por lo visto a Franco le ponía.
Cuando bajamos a la sauna del edificio Niponet, cuatro horas después de abandonar Barajas, fuimos unos de los pocos españoles que supimos lo que se cocía en una sauna.
Aquellas chicas rubias, con pecados incluidos, eran más emotivas que el incorruptible apéndice teresiano, ¿dónde vas a poner?
Yo desde entonces comencé a creer más en la carne que en los arcanos del alma.
Uno de pronto se reconciliaba con la humanidad y empezaba a ser un demócrata convencido.
Hasta hubiera deseado ser sueco.
Nada más entrar te obligaban a darte un duchazo. Obligación que se agradecía.
Estaba atracado en uno de los muchos canales, frente por frente al Parlamento.
Después te daban unas sábanas y ropa interior…de papel.
Más de quinientos estudiantes venidos de todos los rincones de Europa pululábamos por cubierta y por las tripas de aquel viejo navío.
A Kiko Veneno, porque era el único artista, lo contrataron pronto en el Magnus Lándulus, un bar para hispanos que había en Old Town.
Mientras el cantaba, Germán y yo dábamos el cante, cenando tacos mejicanos y bebiendo mojitos de Fidel.
Kiko Veneno, entre guantanamera y guantanamera, nos decía: “Cabrones, hijos de puta, que os estais comiendo mi jornal”.
Al día siguiente en la puerta de los almacenes Konsum reponíamos la bolsa y a él, como buen catalán, se le olvidaba el cabreo.
Mi hija Olga sólo quería compartir el jardín.
Pero la jodida oca se abalanzó sobre ella dejándole la mejilla marcada con un picotazo.
Apenas si la vi entrar con su manecita ensangrentada tapándose la herida, a mi también se me revolvió la sangre.
Podría haber hablado con la oca, explicarle que eso no se le hace a una niña de su altura, pero no.
La patada fue limpia.
Venía hacia mí con el pico abierto como fauce de cocodrilo y regresó por el mismo camino tras el impacto, cayendo en la piscina.
Comprendí que también los humanos tenemos derecho a movernos por instinto.
48.- Cuando el autobús se acercaba a Tarifa había una mancha negra junto a la carretera y yo no llegaba a acostumbrarme a esa tristeza.
El colegio se llamaba El Picacho y a veces los internos no alcanzaban siquiera la edad de cinco años.
Venían de toda España.
Llegaban con sus ojos de luto y con sus sueños rotos.
Un mal viento se había llevado junto a las caracolas el barco de su padre en el moro, en la Costa de la Muerte, en el Golfo de Vizcaya...
En vacaciones, de vuelta a casa, las viudas formaban junto a la carretera una mancha negra a la que uno no podía acostumbrarse.
49.- En Sanlúcar bebí cerveza por primera vez, también por primera vez ví una carrera de caballos en la playa.
En la Plaza Moreno, en Guadalajara, había un depósito de cerveza El Águila.
Repartían los barriles en un viejo carro en el que estaba escrita la marca con caracteres barrocos.
El carro era tirado por un caballo percherón de gruesas patas al que llamaban “Macho”. El nombre tenía un origen evidente.
Los barriles vacíos siempre tenían una estela de espuma junto a su válvula y los chiquillos nos bebíamos esa espuma para ponernos contentos y poder ganar a las chapas.
Cuando bebí en la playa de Sanlúcar mi primera cerveza de hombre, aunque era Cruzcampo, me supo a la espuma de El Águila, y, mientras los caballos corrían por la arena, la imagen del renco percherón apareció ante mis ojos.
Pero ya no estaban ni Iñigo, el vasco asmático, ni Luis, el de los catorce hermanos, ni Ramón, el del Banco de España, ni siquiera estaba yo, el”castaña”.
Ya no era el momento de jugar a las chapas.
A las diez en punto cayó el telón y la escena comenzó a cobrar vida. De pronto, los popes comunistas de la época estaban sentados en el cuarto de mi hija: Soto, Gallego, Delicado… a las diez y cinco en punto hizo su entrada D. Santiago, Carrillo, por supuesto.
Como militante de la puta base mi misión consistía en vigilar las entradas de esa ratonera.
Carrillo fumaba Peter Stuivessant sin parar, yo Celtas cortos, siempre ha habido clases. D. Santiago hablaba despacio, ordenadamente y con intención de ser entendido.
Entre vigilancia y vigilancia le escuché despacio, ordenadamente y con intención de comprenderlo.
Lo conseguí. Por fin sabía qué coño pintaba yo allí.
No me gustó nada que, años después, sus propios camaradas lo arrastraron como puta por rastrojo.
51.- Cuando mis dos hijas mayores cerraron tras de sí la puerta de la casa me quedé más solo que las ratas.
Dos sillas de playa, un arcón y una botella de whisky barato, eran todas mis pertenencias.
Aquella noche me sentí como un títere más de Anna-Bella.
Olga, mi pequeña princesa rubia, la de mirada azul y dulce, que siempre fue más padrera, venía los sábados a desayunar conmigo. Yo esperaba la llegada de los sábados como se espera la primera cita con la primera novia.
Compré para ellas dos preciosas camas de cuento.
Cuando dejaron de venir tiré la pared que separaba nuestros cuartos y escondí las camas.
Daba largos paseos por la playa y buceaba en la noche.
Aquel fin de año me preparé una cena con Lorca, Neruda y Valle Inclán.
No había llegado aún a la categoría A, que permitía recoger y fumar las colillas de veguero en bodas y bautizos.
Yo sólo tenía la B, que me autorizaba a recoger las colillas de tabaco rubio.
La ínfima categoría era la C, para clientes eventuales, especializados en Celtas, Ducados, Rex y marcas por el estilo.
Cuando me hicieron concejal del PC, como Santos también era rojo, me ofreció la posibilidad de ascender al grupo A. Seguro que era una trampa.
Preferí trasegar las quinientas copas que marcaba el reglamento para alcanzar ese status, no me fueran a acusar de abuso de poder.
Otelo Saraiva de Carvalho sonreía desde los carteles y en todos los fusiles crecía un clavel.
Era abril y envidiábamos la primavera de Lisboa.
Decían que las portuguesas eran feas, a mi no me lo parecieron.
Los portugueses sí me parecieron un poquito horteras, con perdón.
La ginginha en los alrededores de Rossio te aclaraba las ideas y te adormecía las piernas y el sentido.
Ya de vuelta, en la frontera te vendían un fraile. Al fraile le asomaba una cuerdecita por debajo del hábito. Si tirabas de la cuerda, al fraile le salía una polla como una olla.
El fraile, la cuerda y la polla aún estaban prohibidos en la España de Franco.
Mucho más tarde de lo deseable, pero en el momento que le tocaba.
A mi me acuartelaron porque andaba haciendo la mili y tampoco noté en el cuartel demasiado nerviosismo. Eso sí, nadie brindó.
El brindis vino al sábado siguiente.
Dicen que uno no se debe alegrar por la muerte de nadie. Lo siento pero por la suya sí me alegré.
Festejé la muerte de un dictador, no la de un hombre, y la libertad de España.
Y de esto no escribo más, porque nunca se sabe y a mi se me ha perdido “la blanca”.
Kiko y Ana vivían en Conil y tenían un bar que se llamaba “El Adán”, porque su hijo también se llamaba Adán.
Conseguir asilo sentimental en casa de Kiko y Ana era entrar en la gloria a través de la puerta del infierno.
Recordaba a mis hijas, claro, pero me enfrasqué en el alcohol, en el trabajo y en los sentidos, más en lo primero y en lo último. El trabajo también se fue convirtiendo en puritito placer.
Algún especial atractivo debería tener la soledad, el caso es que fue uno de los veranos más gloriosos de mi vida.
Tuve allí también la oportunidad de conocer a algunos monstruos del flamenco, a Rancapino, a Raimundo Amador, a Tomatito y al Camarón.
Una noche, en la que todo parecía flotar, a Kiko se le ocurrió inventarse aquello de “Volando voy, volando vengo…”, la que se armó.
Fue a finales de siglo, aún puede recordarlo la lujuria.
Borraron con sus labios el rastro frío de la madrugada y apagaron con su sola presencia las hogueras insomnes de la sangre.
Sus besos, sus adioses, no me dejaron fuerzas para doblar siquiera las esquinas.
Ni aún bajo tortura os diría sus nombres, se escribieron quizá con tinta del olvido.
Sí podría hablaros de sus ojos.
Fue un tiempo de muchas “novias”, pero su recuerdo es sólo para mí.
Perdonadme.
Cuando abrí la puerta de mi casa en ruinas, entró la luz a través de sus ojos sorprendidos… y eso que llovía a mares.
Los dos supimos que ya no se iría, aunque tardó mucho tiempo en quedarse.
Quizá quiso darme un respiro para que conociera su forma de amar.
Llegaba con el pelo teñido de arco iris, con un pequeño puñal atravesando su oreja, con un pantalón que tenía la forma exacta de su cuerpo.
Al tercer whisky yo comenzaba a soñar con la libertad y ella acababa sentándose como una reina en el viejo sillón de barbero que presidía la casa. Hubo noches en las que tuve que velar su sueño porque el alcohol agitaba demasiado el suelo bajo sus pies y tampoco estaba demasiado fijo bajo los míos.
Se llamaba Lili, venía de Málaga y traía muchas historias a sus espaldas.
“El aire de Guadarrama es un aire tan sutil, que puede matar a un hombre sin apagar un candil”, decían los viejos y llevaban razón.
Yo creo que Alberti, porque era viejo y poeta, también conocía el dicho y subió a su pequeño estudio de la planta diecisiete para ponerse un chaleco.
Rafael y María Teresa habían vuelto a España unos meses antes.
Bueno, María Teresa, pobrecita, dejó su mente en Roma. Al igual que hoy mi padre, había perdido la cabeza y la memoria.
Después de tres cervezas uno es capaz de cualquier cosa, por eso me acerqué a él y le dije: “Rafael, ¿Puedo estrechar tu mano?”.
Me dio un abrazo y prometió venir al estreno de mi “Rafael por alegrías”. Por supuesto, como siempre, cumplió su promesa. Junto al Guadalete, "el río del olvido", yo le ví llorar con sus recuerdos.
“El mar, la mar y sólo la mar…¿por qué me llevaste, padre, a la ciudad?”
Me dijo que él no tenía tiempo para pamplinas y me encargó de la Cultura.
Los primeros días a los señoritos les rechinaban los dientes. Al poco tiempo no les quedó más remedio que aguantarse.
Entonces los teatreros, los músicos, los poetas todavía no habían aprendido la palabra caché.
Llenaron los jardines del pueblo con nuevas y divinas comedias, hacían conciertos de cámara en medio de las plazas, llenaban de jazz el castillo, encalaban las callejuelas del barrio alto con la cal de sus versos.
Después nos emborrachábamos con manzanilla en todas las tabernas picalagartos y prometían volver.
Los carteles los pegaba magistralmente Lili. Lili también estaba en la taquilla. A veces se veía obligada a decir “magnífico, magnífico” tras un concierto de cuerda ofrecido por la Diputación.
Lili empezaba a estar en casi todas partes.
Cuando querías llamar, siempre había alguien al otro lado que te preguntaba:”¿Con qué número desea hablar?”...y después: “Le marco”. Hasta a mí que era un mocoso me hablaba de usted.
La operadora del Casar era la única que no iba a Misa por si acaso había una urgencia y D. Gervasio, el cura, le autorizaba a no ir.
Los hombres escuchaban la Misa al sol en los soportales de la iglesia y liaban cigarros de picadura.
Las mujeres dentro, en los bancos de la derecha, con velo, con medias y con los niños.
A los ocho años, aunque aún llevaba pantalón corto, me dejaron ponerme en los bancos de la izquierda con los hombres, y hasta salirme, si quería, a los soportales.
Desde los soportales se veía en la ventana de teléfonos la solitaria silueta de la operadora, atenta a las urgencias.
Entonces, cuando una operadora estaba atenta a las urgencias no había, como hoy, tantas llamadas perdidas.
Alfonso Guerra devoraba chocolate, atravesaba las asambleas portando banderas republicanas y en un descuido te recitaba a Machado.
Felipe González sólo de vez en cuando se acercaba a la vieja facultad de letras buscando a Alfonso,
Carmeli Hermosín era muy buena gente, algo nerviosilla y se reía lo suyo.
Luis Yáñez nos pasaba la píldora, y todos y todas, estábamos muy agradecidos.
El azar me hizo coincidir con ellos. Quizá por un despiste no estuve en la famosa foto de la tortilla.
En fin que no fui ministro porque falté a la dichosa reunión de “los huevos” y por eso mi carrera política sólo llegó a la mínima altura de concejal de pueblo.
Tampoco aspiraba a mucho más, en realidad creo que ni a eso.
Sobre el capote extendido frente a los carros iban cayendo gallinas, chorizos y algún trozo de tocino.
Si alguna vez el Alcalde estaba generoso y le tiraba un jamón, al Millonario se le caían lagrimones como garbanzos.
A “Los Buches” les pagaban con dinero porque era una orquesta famosa y se suponía que ya habían comido.
Mi primer director teatral se llamaba José Coronilla y al hombre le gustaba que bordáramos las escenas sado-maso. Luego, cuando actuábamos, sobretodo si era para un sindicato, ni nos tiraban un jamón, ni nos pagaban una gorda.
Supe desde niño que ni el toreo, ni la música, era lo mío, pero sólo muchos años después aprendí, que también el teatro era una ruina.
Yo creo que a los muertos los enterraban sin profundizar, porque el suelo era socarrón y pedregoso.
En Sanlúcar, sin embargo, los espíritus nos visitaban a domicilio.
Aquella fue la generación de la güija. Nadie creía en nada, pero, amigo, los espíritus eran otra cosa.
Un día se cayó un cuadro como prueba de que el diablo andaba por allí.
Algunas noches, eran las mejores, se presentaba un espíritu zumbón y cachondo y había hasta quien terminaba metiéndose mano por debajo de la camilla.
En la España de Franco, Torremolinos era por tanto un lugar de perdición.
Al menos eso le habían dicho en el pueblo a Pili y a Conchi, mis primas.
Yo andaba de hippi por allí.
Cuando las ví avanzar por el Paseo Marítimo de Torremolinos me abalancé hacia ellas.
No sé cómo me reconocieron, pero nos fundimos en un abrazo.
Manolo, el marido de Conchi, que era entonces una mole rural, haciendo caso de la publicidad sobre las bajas costumbres de ese antro del diablo y pensando que un crápula barbudo se andaba propasando con su santa, vino hacia mí con la firme intención de partirme la cabeza en dos.
¡Por Dios, Manolo, que soy tu primo!-grité mientras corría en dirección contraria.
Sólo la agilidad que da la juventud me permitió salvar la vida.
65.- Hoy, 14 de noviembre de 2005, dos años después de haber perdido la cabeza y la memoria, ha muerto mi padre.
Yo querría haber terminado estas historias antes de ese momento.
El tiempo no me hizo ese regalo.
Podría escribir más cosas sobre este día triste, pero no quiero convertir su adiós en literatura.
Espero que me entendáis.
Mi madre se ha quedado muy solita con sus ocho hijos.
Lili, en su vestido de novia-novicia, estaba más guapa que nunca y tan guapa como siempre.
Yo llevaba un traje negro de notario, que muchos años después aún serviría para bodas, comuniones y poetas.
¿Pero, por Belcebú, dónde están las alianzas?
El Panda aguantó el tipo hasta Puerto Lápice.
Allí estábamos Dulcinea de Triana y D. Quijote de Bonanza con una botella de “Doble W” entre pecho y espalda, como bálsamo de Fierabrás.
Éramos felices y eso que aún no habíamos llegado a París.
Sentado tras su escritorio, hacía como que escribía una obra maestra, pero eran las doce en punto y yo sabía que sólo estaba esperando mi llegada.
Su casa de “El Espinar”, en la carretera de Fontanal, tenía el suelo como un arlequín durmiendo la siesta y yo temblaba camino de su despacho.
¡Ay!, la vanidad es el mejor alimento de cualquier escritor y traía la firme intención de regalarle mil homenajes. A punto estuvo de partirme la cara porque en mi manuscrito había llamado puta a su primera novia, pero al ver mi cara de espanto optó por la carcajada.
El secretario pasó por allí protestando de su resistencia ante la muerte: “Así no hay forma de recopilar su obra completa, D. Camilo”. “A los gallegos no se nos mata con facilidad”, respondió.
Cuando después de hora y media de charla me tendió su mano supe que tenía un amigo para siempre.
Lo malo es que el “siempre” acabó demasiado pronto.
A este gallego genial lo mató el Nóbel, porque le dejó sin metas.
En el segundo vivía un pintor de gran formato, que impedía poner el ascensor y exigía solidaridad por razones artísticas.
Ya en el descansillo del cuarto, alguien con buen corazón había colocado un banco de madera en el que descansar antes de proseguir la ascensión hacia las plantas superiores.
Nos amábamos en un palomar luminoso, desde donde, como diablos cojuelos, veíamos el cielo inmenso de Madrid…y todas las manifestaciones: “¡Manolo, la cena, te la haces tu sólo!”, gritaba una lídera feminista, con pocas pintas de haber conocido varón.
Cuando se construyó en 1868, aquel edificio de siete plantas sin ascensor, tendría que ser uno de los más altos de la capital.
En la calle de las Huertas colaborábamos con las destilerías de medio mundo, en la Plaza de Santa Ana con los cerveceros alemanes y en el “Café Central” el jazz nos hacía temblar las emociones.
Supimos que aquel lugar y aquella noche eran los adecuados para decir hola a Liliana.
A mitad de camino siempre había que pararse para echarle agua al radiador.
Había una recta llegando al Casar a la que llamábamos la carretera de los árboles, porque había dos, uno de ellos partido por un rayo.
Agua no había ni en cien leguas a la redonda. Era un pedregal de lagartos.
Mi padre se hizo médico porque aquello no daba para más. En el Casar, los que pudieron, se hicieron maestros, abogados, ingenieros, veterinarios o funcionarios de la Diputación.
Otros muchos se quedaron a verlas venir.
Cuando se descubrió que el agua corría por debajo de aquellos montes de guijarros, sólo los que se quedaron a verlas venir se hicieron millonarios.
Madrid estaba a un paso y a los madrileños les dio por escaparse hacia los pueblos. Los pueblos se los cargaron, pero la gente empezó a comer algo más que gachas y pan con tocino.
D. Camilo, desde lo del Nóbel, cobraba un millón por acto público. A mi no me cobró nada.
Cuando Cela se acercó al camerino, yo no sabía si ponerme en posición de firmes o en posición de descanso.
Me había colocado un traje azul de rayas, él también.
Me dijo: “Siroco, parecemos dos mafiosos”.
A mí siempre me trató con respeto y cariño. Hasta me dijo que yo era “un ejemplo de cordura literaria” y, a estas alturas, no le voy a llevar la contraria.
Lili, la más ilusionada técnica de luces de la Villa y Corte, sentó a D. Camilo a la derecha, porque allí se veía mejor.
Al Presidente de la Casa de Galicia le enfadó que no le citara al comenzar la representación, ni tampoco que dijera más tacos de la cuenta. Pero D. Camilo sin tacos es como Andalucía sin flamenco.
Como no podía hacer nada contra mí, despidió al responsable de Cultura que nos había contratado.
Yo creo que en ese momento decidí abandonar el teatro, para evitar más daños colaterales.
El estreno salió en un periódico gallego y, como estaba también Marina Castaño, en el Hola.
¡Ah!, quiero dejar constancia de que a mí nunca me ha parecido que D. Camilo fuera un facha.
A mi hija Olga se la subía sobre los hombros y ella dirigía su camino tirándole de las orejas.
Los músicos llegaban desde Salzburgo, no se sabe cómo, pero a mediados de verano aparecían por aquí y durante quince días, entre conciertos, cenas y copas, no había dios que parara.
Heinz Krashle siempre se enamoraba de alguna sanluqueña y cuando se tomaba más manzanilla de lo aconsejable hablaba perfectamente en andaluz.
A mi me robó el corazón una violinista rusa y cleptómana con cara de ángel y a Lili se le perdieron los centros por un contrabajista. A partir de ese momento a mi los contrabajos, por mucho que los defienda Suskind, me parecieron despreciables.
En el escenario habían puesto focos de obra y, cuando a Stanley se le calló una gota de sudor sobre su mimado stradivarius, montó en cólera. Sólo se le pasó después de acabar con dos raciones de calamares en el carromato de “El Gitano”, allá por Montijo.
Stanley murió de pronto, Heinz ya no habla andaluz porque hace tiempo que no se enamora, y el contrabajista acabó de fiscal general en un estado alemán.
También una francesa, cuajada de afeites, que en la Plaza de la Paja cantaba por la Piaff.
Le dimos mil pesetas porque entonces había posibles y porque se lo merecía.
Madrid nos abrió los brazos y los ojos.
En la buhardilla de Antón Martín, Lili, con la Guía del Ocio en ristre, planeaba nuestra noche.
A veces en el Café del Foro asistíamos a una sesión de magia, en la Casa de Campo vibrábamos con la guitarra de Pat Metheny, nos amábamos en el saxo de Miles Davis, nos sorprendía Loquillo en Chamberí o nos íbamos con Max Estrella al Teatro Español porque reponían Martes de Carnaval.
Tras tantos años de pueblo estábamos dispuestos a ponernos la corte por montera.
En el “indio” de Gran Vía todo sabía a curry, porque los indios se quitan el hambre con curry.
En el tailandés uno pedía sin saber qué pedía, pues la carta estaba escrita en tailandés, y al final siempre te ponían cebollitas.
Lo de la insistencia en el japonés, ya digo, me tenía con la mosca detrás de la oreja.
En “La Pampa III” era distinto, allí, entre tangos, nos cepillábamos un bifé-chorizo, mientras Lili llamaba al camarero: “criatura”.
Fue una época de restaurantes, porque las dietas estaban para eso, de vermouth al mediodía y whisky de noche.
Pero un día, a Lili, el vermouth comenzó a marearla demasiado, entonces supe que lo del japonés en la calle del Príncipe era un antojo.
Había como una pastillita de jabón lagarto, hiperpicante, para darle algo de sabor al pescado crudo. (Nota: A Che le rodaban lágrimas de risa, cuando “El largo”, se la untó en el pan como si fuera mantequilla y a punto estuvimos de llamar a los bomberos.)
La casa era pequeña, llena de luz y sol, pero la terraza era la cubierta de un barco, allí me sentí capitán de naufragio y capitán en un crucero. Hay tiempo para todo.
Fernando Quiñones, que no era un señorito, cobraba veinticinco mil pesetas por recital y se las gastaba en mariscos. Los mariscos se los llevaba a Rafael, a “Ora Marítima”, aprovechando cualquier ausencia de María Asunción.
“Er Quiñones” vino para una hora y se quedó cuatro días, porque necesitaba un escenario para su “Canción del Pirata”. Me hizo amar a Cádiz, sus coplas y su gente.
Le llamé dos días antes de su muerte y quedamos en vernos, pero se me murió de un ataque agudo de salitre.
Por la puerta de delante Franco había hecho su entrada en olor de multitudes para inaugurar el recinto.
Yo creo que aquella noche había estado imprimiendo panfletos en su contra.
Pero quiso la mala suerte, la bicha del destino que diría un gitano, que al Dictador se le ocurriera ver también la fachada posterior…y allí estaba yo, con otros cuatro incautos más, a cinco metros del General más poderoso de España, con las manos oliéndome aún a tinta de multicopista.
Alguien gritó: “¡Viva Franco!” y los escoltas empezaron a aplaudir.
Para mi vergüenza debo confesar, que a los cuatro incautos no nos quedó más remedio que apoyar el aplauso. ¡Hay que joderse!
En el Instituto Politécnico un conserje nos dijo que iban a reconvertir su aula en Aula de Informática.
Tampoco en el cementerio sabía el sepulturero dónde estaba la tumba de Leonor. “A Leonor de Antonio, 1-VIII-1911”...Señor ya me arrancaste lo que yo más quería…
Allá por el Camino de San Saturio escribimos nuestros nombres en uno de los álamos del Duero...“Alamos del amor cerca del agua…”
(El ordenador me señala Machado y Duero como palabras desconocidas, la chica de la oficina de turismo y mi ordenador son, pues, similares). En Segovia, sí estaba aún su casa, pero la guía, olvidando los fríos del poeta, insistía en la costumbre de un pueblo cercano, yo creo que se llama Zamarramala, en el que las mujeres mandaban un día al año,
En Collioure, sí seguía en pie el Hotel Bougnol-Quintana. La tumba de D. Antonio estaba cuidada y limpia, sobre ella dormían cientos de poemas anónimos.
Lili y yo, cogidos de la mano, nos acordamos de Sevilla, de sus días azules y su sol de la infancia.
Alberti recitaba a Góngora, a Lorca y a sí mismo, mientras devoraba prohibidos langostinos.
Pero a mi me preocupaba su tos continuada y… (-¿Qué país es aquel?, preguntaba) su mirada perdida en las soledades del Coto.
Con José el de la Tomasa fuimos a visitarlo una noche a su casa del Puerto. Cuando María Asunción desaparecía, Lili sustituía el insípido jamón de york por gambas recién peladas y la cocacola por una copa de amontillado.
Después, semiadormecido por los años y por el vino, nos recitó su poema juguetón de la dama, la casa y la llave.
Mientras esto hacía, uno de los hijos de Mari-asun aceleraba a escasos metros su trial. ¡Joío niño!
Cuando años antes, tras acabar la representación en el Hotel Monasterio, me preguntó: ¿Cuál es tu sueño?, no supe qué responderle.
Al despedirnos le di un beso y le dije: “Marinerito del Puerto/en tu barco de papel./ Mathusalem por los siglos / y de los siglos. Amén”. Se sonrió.
Pocos días después se fue a jugar para siempre con las caracolas de su bahía.
También se dejaba mecer en su flotador por las olas del Atlántico, mientras decía: …Y yo me baño aquí tranquilamente…
En nuestros paseos podía contar una a una el inacabable ejército de “hormigas en hilera”…
Liliana había venido con un master en serenidad bajo el brazo, igual-igual que su abuela Lola.
En Mallorca su madre y yo le habíamos pedido a Santa Margarida, patrona de la isla, que por nada del mundo la niña se pareciera a nosotros, y nos lo había concedido.
Mi niña dormía arrebujada entre mis piernas y con sólo su mirada me llenaba de sentido la vida.
Yo me aprendí los nombres de todas las palomas.
Había cientos en la Plaza del Cabildo, pero también había tiempo, porque Liliana le echaba los granos de trigo uno a uno y a las palomas no les quedaba más remedio que armarse de paciencia.
También Paco Madame, peluquero y pintor.
Cuando a punto estaba Rosa la galerista de pasar los canapés, héte aquí que hicieron su aparición dos antidisturbios.
La canción se llamaba “D. Erre-que-erre” y estaba dedicada a un pintoresco Alcalde en funciones. Al pintoresco Alcalde en funciones no le gustaba la canción y envió a los antidisturbios.
Yo comprendo que no le gustara, pero al Gallardo y a mi, después de los tres cubatas de reglamento, la situación nos pareció esperpéntica.
Los maderos seguro que no habían leído a Valle Inclán, lo cual no es necesario para entender lo ridículo de algunas situaciones.
Faltó esto, es decir “ná”, para que las cincuenta señoras se liaran a abanicazos con los guardias. “Si se los llevan, nos vamos todas a Comisaría”. Ni ante el comando Madrid se hubiera sentido el guindilla más comprometido. Inteligentemente optaron por la retirada.
El concierto se llamaba “Joder con los poetas” y a aquellas dignas matronas sus versos picantes les habían calado hasta los mismísimos centros.
El mausoleo excavado en la roca rezumaba agua y soledad.
Al entrar me acordé de los presos republicanos muertos en la construcción de aquella locura.
Conforme nos íbamos acercando a la cripta desde las sombras salían otras sombras, espectros con el brazo en alto, que a Lili y a mi nos producían pavor.
Cogidos de la mano, en un descuido, y pisando la losa pétrea del Dictador, cantamos la Internacional.
“En pie los parias de la tierra, en pie famélica legión…” .Yo no podría jurarlo por el brazo incorrupto de Santa Teresa, pero para mi que la losa se movía. Por eso, salimos precipitadamente del Valle de los Caídos.
Apenas si me pusieron la sotana, seguro que porque no había otro con menos conocimientos, me encomendaron el cuidado de la huerta conventual.
En San José del Valle crecían las lechugas con un precioso traje de flamenca, sin embargo a mi la que me gustaba era la vecina.
Pasaba de la cuarentena y yo no llegaba a los dieciséis, pero era la única hembra en kilómetros a la redonda.
Aún recuerdo sus corvas ahogadas por unas ligas de goma negra. Las medias, negras también, le llegaban justo bajo la rodilla. Los muslos, al agacharse, eran blancos como la leche de cabra.
Yo la miraba desde mi recién estrenada pubertad y ella hacía como que no se daba cuenta.
Lo cierto es que aquella parte de la huerta los dos la teníamos perfectamente cuidada.
No sé qué habrá sido de esta mujer a la que agradezco no haberme hecho olvidar el instinto, como los salesianos pretendían con Dominguito Savio, ese pajillero angelical.
82.- Al nacimiento de las mellizas le dieron mucho bombo, sobretodo porque, por fin, iban a ser las últimas y porque eran las primeras que nacían en una clínica como Dios manda.
82.- Al nacimiento de las mellizas le dieron mucho bombo, sobretodo porque, por fin, iban a ser las últimas y porque eran las primeras que nacían en una clínica como Dios manda.
Olga había nacido con un ojo de cada color, aún hoy conserva ese milagro, y apenas si la ví me di cuenta que era del grupo de mi madre, Chus era morenita y tenía la cara más afilada, por tanto grupo paterno.
Mi madre estaba muy guapa, en realidad siempre ha estado muy guapa, porque lo es y eso no se puede disimular, pero tenía la carita cansada.
A la granja, ya dije, le pusieron por nombre “Las Mellizas” y a mi me dio coraje, porque todavía ni habían pisado el gallinero.
De su juventud le queda el amor a Sevilla, la inevitable afición a las dos cervecitas del mediodía y el desprecio hacia la “grasia”.
Carmelita es el sur en estado puro. Carmelita tiene dos virtudes: Es presumida como una princesa gitana y es buena como el pan de Cádiz.
De niña aprendió a bailar bulerías en la Fuente Vieja y a comer jamón del bueno.
Ni Juan, ni Carmelita, porque tienen buen corazón, se tomaron demasiado a mal que un botarate como yo, y de Guadalajara, pretendiera a su hija.
Quedarte desnudo con veinte años en una playa de Cádiz te marca para toda la vida.
El desnudo sin conciencia de pecado no sirve para nada y en Estocolmo, como nunca habían hecho Ejercicios Espirituales, no sabían que, enseñándolo todo, irían de cabeza al infierno. ¡Qué gente!.
El doctorado fue en Vera.
Compartir cerveza y vergüenzas a pleno sol es un milagro y desde entonces yo creo en los milagros.
El gordo que leía el ABC junto a su tienda el día de nuestra llegada, nunca será consciente de la impresión que nos causó.
Era la primera vez que veíamos un desnudo tan desconocido y al mismo tiempo tan doméstico.
Comprendí que la pasión nada tiene que ver con la belleza.
Hacía treinta años que mi padre le había curado de un principio de úlcera.
Hacía treinta años que le había llevado por primera vez un guiso en condiciones, que sustituyera al inevitable arroz a la cubana.
Hacía treinta años que no compartíamos novias en su piso de estudiante.
Hacía treinta años que era Presidente de la Comunidad Extremeña y no se había olvidado de nuestra amistad.
Paco Fuentes me llevó hasta su despacho y Rodríguez Ibarra acogió mi llegada con un fuerte abrazo.
Porque sabía de mis desvaríos escénicos, me puso al frente de la Escuela de Teatro de Extremadura.
En aquel convento blanco de Olivenza se podría haber abierto un nuevo capítulo en nuestras vidas. Pero no era el momento. Liliana había olvidado en Sanlúcar la sonrisa.
La opción era: su alegría o el teatro. Estaba claro que nos volvíamos a Sanlúcar.
Yo creo que Juan Carlos lo comprendió y no lo habrá tomado a mal.
Al Gallardo, que es joven y poeta, cada vez menos joven y cada vez más poetacantor, me lo encontré una tarde en la Plazoleta de San Roque.
Al principio, como no había confianza y él pensaba que yo era mayor, hacíamos para el Ateneo recitales poéticos tan aburridos como los de costumbre.
Después, cuando descubrimos que la gente estaba harta de aburrirse con los versos del viernes, les pusimos unas gotas de descaro.
Un día en uno de sus artículos periodísticos me llamó “primo” y desde entonces somos como de la familia.
Si no fuera porque no hay justicia habríamos recorrido España entera con nuestro “Joder con los poetas”, habríamos inundado el mundo con los Libros del Malandar y habríamos llenado de artículos las páginas del New York Times,
Además de la justicia, algo creo yo que también influyó el presupuesto y la suerte, el caso es que donde más lejos llegamos fue a Guareña, allá por las lindes de Mérida, al Café Cubano Varadero y a las páginas del Sanlúcar Información.
Yo agradezco a Juan Antonio esta segunda juventud que me ha regalado y creo que él agradecerá, alguna vez, mi empeño por liberarle de la ruina que trae la poesía.
A los responsables de cultura, sobretodo a Pepe “Peluso”, que era el que tenía que quedarse a recoger los trastos hasta las tantas, les encantaba vernos llegar con una maleta de madera como todo atrezzo.
Por arte de biribirloque salían de la dramática chistera palomas con cara de Lorca, de Alberti, de Machado, de Valle, de Miguel Hernández, de Cela…y a la gente le dio por gustarle aquello.
También es cierto que entonces yo tenía voz, ganas y porte.
A veces, con el Nono y el Lin, le añadíamos flamenco y nos íbamos a Bruselas y a Villborde, donde los mineros de Peñarroya, cuando les cerraron las minas en su pueblo, se habían llevado hasta el cura y tenían una calle para ellos.
Otras a la Casa de Galicia en Madrid con Cela de cuerpo presente y otras más hasta Jerez de los Caballeros, donde nos pagaban con un jamón.
Cuando, después de la representación en el Monasterio del Puerto. Alberti me abrazó llorando, supe que aquello tenía que acabar, que uno no se había metido a teatrero para romperle el corazón a nadie.
Aquella noche Lili estaba especialmente guapa y las luces le salieron del diez
A los dos meses hartos de “polla”, de “siniestros” y de psicoanalizar a los clientes de última hora, lo cerramos por terremoto.
Una vez que las ratas se realquilaron en vacíos sotabancos del mercado, que diría Valle, abrimos otro garito con el nombre mágico de “Callejón del Gato”.
Tenía una capilla dedicada a Juan Guerra, el hermano chorizo de Alfonso, un billar donde nadie jugó nunca, una pequeña librería de viejo, cinco balcones al zoco moro de Sanlúcar y una habitación en la que, en plena dictadura, un loco lanzaba arengas contra Franco. El poeta Cristóbal Puebla quiso imitarle, pero al final no se atrevió.
Pusimos un pequeño escenario verde del que, una vez regado con ron, nacerían tangos, magia, recitales poéticos, jazz, teatro y hasta el rock andalusí de La Mata.
En la puerta del “Callejón” teníamos que poner el cartel de “completo”, pero a la gente le daba igual y seguía entrando. Un día, pensando que se iba a forrar, nos lo traspasó un tabernero jerezano admirador de Ágata Lis. Se puso un precioso uniforme de barman, empezó a dar las vueltas en un platito… y a la gente le dio por no ir. ¡Qué cosa tan rara!
Olga es tímida como una japonesa, pero en Jerez tiene un grupo de amigos que le jalean el gintónic y entonces se le pasa la timidez.
Su primera infancia me la tienen que contar algún día, porque cuando me fui al seminario ellas casi ni habían abierto el pico.
Cuando Chus me dijo lo que le habían dicho que tenía, se me aflojaron las piernas y las lágrimas. Nos dimos un abrazo en la Plazoleta de los Cisnes y nos prometimos poner a prueba la esperanza.
A Jerez hemos ido a dar cursos de flamenco, de teatro, de poesía y, a cambio, hemos recibido cursos de humanidad. Yo nunca he visto gente más buena.
Hoy Chus, afortunadamente, está más sana que una pera y Olga sigue más fresca que una lechuga.
Y es que Olga y Chus, desde lo de la Granja Las Mellizas, siempre han venido en un pack, como los donuts.
Al alba cantábamos por la calle del pueblo el tétrico “Perdona a tu pueblo, Señor…”, mientras el resplandor de las teas encendidas hacía temblar nuestros rostros infantiles.
Un dominico, vestido de dominico, nos hablaba a gritos de la condenación eterna, del fuego abrasador del infierno, yo miraba la tea y del susto me entraban unas ganas irrefrenables de orinarme en los pantalones cortos.
Cuando después nos daban a besar el brazo incorrupto de Santa Teresa, intentaba cerrar los ojos, pero entre las pestañas veía los tendones de la santa como cuerdas de guitarra y las raíces secas de sus músculos.
D. José Manuel nos confesaba después del desayuno y al darnos los paternales consejos, que olían a café con leche, nos abrazaba mientras nos acariciaba el lobanillo de la oreja. De este no podría afirmar que ni que sí ni que no.
D. Antonio se ponía rojo como un tomate cuando nos veía en calzoncillos por el dormitorio común y no sabía el pobre dónde dirigir la mirada, que irremediablemente se le iba hacia lugares poco recomendables.
D. Manuel era más descarado, nos llevaba a bañar a la piscina y en un descuido, peleando bajo el agua, se le tronchaba la mano entre tus ingles.
Como decía Cela: “yo libraba porque era puro hueso”, pero siempre había algún gordito que se dejaba y algún rubito, como el Senén, al que le gustaba.
Entonces, de estas cosas se sabía poco, en España todos éramos más machos que los mismísimos mejicanos y gastábamos tres o cuatro pares. Quizá por eso a mí los mariquitas siempre me han importado tanto y tan poco como los farmacéuticos, aunque me parece bien que quieran llamarse gays y ejerzan.
Vivía desde la creación del mundo en la calle de Valverde en Madrid, en un piso enorme y destartalado, donde la tía Leonor daba a las visitas recitales de piano y donde él leía emocionado sus poemas modernistas.
Había sido gran amigo de Villaespesa y quizá más de una vez se emborrachara con Rubén Darío en las cervecerías de la calle Hileras, por donde dice Umbral que lo hacía el indio con su tía Algadefina.
Mi tío Federico de Mendizábal Garcia Lavín y Bustamante era miembro de todas las Academias americanas y en sus libros, que llegaban con riguroso contra-reembolso a casa de mis padres, aprendí yo a escribir mis primeros poemas, que me salieron muy rítmicos y floreados. Desgraciadamente tuve poco trato con él, pero guardo y releo sus versos con respeto y cariño.
Mi tío el poeta, había sido alférez provisional durante la guerra y, con el paso de los años, él mismo se había ido ascendiendo hasta alcanzar el grado de Teniente General, con sus estrellas, su sable, su banda y todos los avíos.
En la habitación se había reunido medio barrio y la otra mitad estaba siguiendo el partido por la ventana.
A mi, como era pequeño, me sentaron en la cama junto al paralítico y a veces no sabía si mirar a la pantalla o fijarme en cómo su mujer le rascaba la cabeza con una especie de cardador o cómo bebía cerveza con una pajita.
Cuando años más tarde vi la película del Bardem, me acordé de él.
Al final el Madrid se proclamó pentacampeón, yo no entendía la palabra, pero todo el mundo la decía.
Hasta en el Flores y Abejas, el periódico de Guadalajara, lo titularon así.
En Sevilla al principio tampoco teníamos tele y me subía con mis hermanos a casa de los Esquer, que eran los vecinos del cuarto y que además, como eran catalanes, sabían lo que era el yogur.
Cuando por fin llegó el momento de tener una televisión en casa, a mi ya no me importaba casi nada de lo que ponían.
Yo creo que era una Telefúnken bastante grande.
Ha perdido su memoria y con ella gran parte de la mía.
No sé cuantos recuerdos, cuantas personas odiadas o queridas se me fueron por los desconocidos vericuetos de sus tripas y sólo me queda volver a recordar lo recordado, si es que se pueden reproducir exactamente los recuerdos.
Afortunadamente todavía no he perdido la cabeza.
Esta vez he decidido escribir a lápiz, o con un rotulador verde como hacía Neruda, que es la única forma de no perder la memoria.
Por la noche nos hartamos de manzanilla y gambas, y me firmó su “Paseo de los tristes” con rotuladores de colores al estilo albertiano, con palomas y tal.
Poco tiempo después alguien me dijo que había muerto en su Granada.
“Er” Quiñones también se me fue sin avisar; Alberti se tiró desnudo al río del olvido y Cela estaba deseando dormir una larga siesta en Padrón, yo creo que también estaba hasta los cojones de Marbella.
Me estaba quedando sin amigos, porque los cogía viejos y se me morían pronto.
Ahora soy letrista de La Banda del Malandar y guionista de un sobrino mío que hace cortos, que se llama Alvaro y que a veces me recuerda a alguien.
En fin que me rodeo de gente joven con el único fin de que me sobrevivan.
Yo no quiero llorar a más amigos.
Lili me dijo que la isla tenía los colores de Barceló y yo, como de eso no entiendo mucho, le dije que sí, que ya lo había notado, pero enseguida se dio cuenta de mi ignorancia.
A nosotros nos gustaba el pueblecito fantasma de Deiá, porque casi ni se veía en el mapa y porque hasta era posible encontrarse a Elton John tocando en un garito.
Nunca nos lo encontramos, pero queda muy literario dejarlo escrito.
A mi Jefe le llamaban la “pantera rosa”, porque en verano se le revolucionaba la pluma y se ponía camisetitas, pantalones y chanclas de este color pastel.
A veces se iba con su secretaria a la playa naturista de Ses Covettes, donde, mientras él observaba a los efebos en bolas, la sádica de su secretaria le quitaba los barrillos con una navajita. Dicen.
Yo creo que en esa isla, como en la mayoría, todo el mundo está un poquito “tocao”.
Cuando nació Liliana, con sus ojitos dulces abiertos al mundo desde el primer segundo, supimos que ya no teníamos nada que hacer en Mallorca.
Fingimos magistralmente un ataque de claustrofobia y con toda urgencia nos enviaron de vuelta para la península.
Cuando mis profesores de literatura leyeron mis escritos infantiles, dijeron a mis padres que llegaría a ser un gran escritor.
Cuando hice mis votos de pobreza, castidad y obediencia, mi abuela Teresa le dijo a todo el mundo que sería como menos Obispo.
Cuando me hicieron Concejal de Cultura de mi pueblo, alguien pronosticó que tenía por delante una brillante carrera política.
Con el tiempo me convertí en “D. Iba a ser” y en “Marqués de Masquisiera”.
También mi padre inventó una cosa por la que muchos años después le dieron el Nóbel a dos médicos australianos.
Esto de la inconstancia o de la mala suerte debe ser cosa de familia.
En el vientre de Lili flotaba también un pequeño palacio, sin nombre aún.
Era su vientre como un decorado. Como un decorado flotando sobre Venecia. Flotando sobre el mar.
Lo de llamarme Papá vino mucho más tarde.
Hemos recorrido juntos todos los caminos, hemos contado, ya dije, todas las hormigas, hemos reinventado todos juegos y todos los cuentos.
Ahora tiene dieciséis años tan hermosos como la ilusión que se dibuja en sus ojos, en sus innumerables modelos y comienza a saber hasta latín.
Yo la sigo viendo como “mi niña”.
A la nana-nana de mi niña grande/que nada en el aire,/que sueña en los mares./
A la nana-nana de mi niña guapa/que es luz en la sombra,/calor en el agua.
A la nana-nana de mi niña alegre/que nunca se duerme,/que ríe y que canta.
Yo la tuve dormida en mis brazos/y hoy es ella quien con su alegría/ dibujando en mis labios sonrisas,/me tiene en sus manos.
Que te quieran como te mereces,/como sabes amar que tu quieras,/ ¡A la nana de mi niña buena,/A la nana de mi niña siempre.!
Liliana sabe que le debo la vida.
Con suerte me quedan treinta más por delante para acumular recuerdos.
En esta primera entrega querría haber llegado hasta el capitulillo número doscientos, pero yo creo que con estos cien me podré aviar y además ya va teniendo uno edad de hacer lo que le dé la gana.
¿Para qué más?
“El que resiste gana”, decía D. Camilo, pero yo me canso enseguida de todo y siempre ando empezando.
En fin, que Lili y yo, después de tantos años, seguimos paseando cogidos de la mano, que Vanesa se me hizo periodista y madrecita buena, Olga una excelente profesora de educación física y una república independiente ante la vida, Liliana empieza ahora a vivir sus sueños y a soñar lo que cantan sus canciones.
Ellas saben que las quiero más que a mi vida.
Mi nieta Carlota dice “ajo” perfectamente y, a sus cuarenta días, tiene casi ultimado el segundo tomo de sus memorias en edición bilingüe.
Epílogo.-
Lili, tu que me quieres, si alguna vez, como mi padre, perdiera la cabeza y la memoria, léeme cada día uno de estos recuerdos, para no olvidar.
Para no olvidarnos.
Sanlúcar de Barrameda
22 de Noviembre de 2005
Festividad de Santa Cecilia