viernes, 30 de diciembre de 2011

TIO JULIO



Jota Siroco

La noche en Güsen
Hasta el momento de entrar en el infierno era mi nombre Julio Hernández Izquierdo.
En el campo de Güsen me llamaban el 10278, antes, en la prisión fui el 80135, después en Mauthaussen el 4706.
Ya no tengo fuerzas para responder al esqueleto que intenta hablarme desde enfrente, casi ni siquiera al mío.
Miro una y otra vez los números grabados en mi brazo, incluso de noche, cuando un leve rayo de luna entra en el barracón, releo mi nueva identidad y deseo que esa especie de suma no acabe nunca.
En cada uno de los guarismos imagino la cara de mi gente: de mi madre, Teresa, severa y dulce; de Julián, mi padre, y de mi hermano Joaquín, los dos molineros, siempre con su tez blanca de la harina; de Lolita, mi hermana pequeña, con la que tanto jugué en las orillas del Henares.
Hoy, al igual que yo mismo, todos ellos se me vuelven números, y amo a los números, porque es lo único que me queda sobre la piel.

Camino del exilio
No sé porqué, ni tampoco cuando, tomé la decisión de marcharme.
Tal vez no lo sepa ninguno de los que aquella mañana nos pusimos en camino, porque el miedo se extiende sin sentido y las fronteras son el paraíso del que huye.
Sí recuerdo que una columna desordenada de hombres y mujeres nos dirigíamos hacia la frontera francesa.
Viene a mi memoria el frío en la playa de Argéles, el hambre, el trato inmisericorde de los gendarmes franceses hacia nosotros, los vencidos. “Allez, allez, vite, vite”.
Atrás quedaban los largos paseos por las Ramblas, una vida tranquila en la banca y los lejanos sueños de ser torero, de abrir frente a mi las puertas de las Ventas y quien sabe si de la Maestranza.
En abril de 1939 cerca de medio millón de republicanos cruzamos los Pirineos con la guerra perdida y la incertidumbre de no saber, en muchos casos, el paradero de padres, mujeres o hijos.

Tras las alambradas
Junto a la alambrada alguien iba rapando a los prisioneros-refugiados.
En ese momento era de agradecer, pues, tras tantos días durmiendo en los campos, en la playa, los piojos se habían enseñoreado de la cabeza de todos nosotros.
Sólo rapaban a aquellos que habían decidido enrolarse en las Brigadas.
Yo lo había hecho, porque a los jóvenes se nos ofrecía ese sacrificio con el fin de evitarnos la vergüenza de dejar inútilmente nuestra vida en la retaguardia.
Había quien envidiaba nuestra suerte, sabían que íbamos hacia Paris y que allí quizá hubiera una posibilidad de partir hacia América o hacia Londres. Sin embargo, el pelo rapado al cero era como el número 10278 que ahora lucía en mi brazo, una señal para impedir el embarque hacia ningún lugar.

París ¿la libertad?
Paris no era cuando llegamos la ciudad de la luz. Paris dormía a oscuras como una buena chica, temiendo en cualquier momento el asalto de la Luftwaffe.
A los españoles, que ya veníamos de una guerra, que sabíamos lo que era la metralla y que no podíamos hacer otra cosa para salvar la vida, nos encargaban los trabajos más peligrosos.
Recorríamos de noche las calles de la capital para llevar correos de la situación.
Cualquiera que nos hubiera visto tras el toque de queda nos habría disparado sin dudarlo, nuestra vida en París, aunque colaborábamos con la resistencia, valía lo mismo que en el Madrid ya ocupado, nada.
Además, había muchos franceses que esperaban ansiosos la llegada de los alemanes.

París ocupado
Uno, en su ingenuidad, creía que las democracias europeas nos recibirían con los brazos abiertos, como se merecen los luchadores antifascistas, sin embargo desde nuestra llegada a las playas de Argeles, nos trataron como a maleantes.
Los gendarmes franceses parecían saborear en nuestra debilidad su mínimo mando.
Había días que ni agua teníamos para beber…y el mar enfrente.
Cierto que éramos muchos, miles, pero ellos sabían de nuestra irreversible situación, del terror que había ido pisando nuestros talones mientras nos dirigíamos al Paso de la Molina en Gerona. Sí, ellos lo sabían.
También sabían lo de los niños, lo de los ancianos, lo de las mujeres…su sufrimiento y su impotencia me dolían más que el maltrato que yo, un hombre joven, pudiera recibir.
Los franceses, las autoridades francesas, habían optado cobardemente por la complicidad ante una más que posible invasión alemana.

Como conejos
Día a día se nos iba cambiando el aspecto externo: más parecíamos ya mendigos que refugiados. Nuestra presencia comenzaba a crear problemas.
De ser enemigos de Franco, habíamos pasado a alcanzar la categoría de enemigos de Hitler, del Reich.
Los españoles de Franco les habían dado a los alemanes nuestra documentación, nuestras fichas, falsas, en las que se afirmaba que éramos violadores y bandidos, que no podíamos ser considerados españoles.
Basándose en ellas nos juzgaban, nos condenaban y animaban a los alemanes a dejarnos pudrir en los campos de concentración. Por eso, cuando llegamos al campo de Mauthaussen, llevábamos marcado en el brazo el triángulo azul de los apátridas.
El 6 de agosto de 1940 llegó a Mauthaussen el primer grupo de republicanos españoles, días más tarde, yo me reunía con ellos. Estábamos cayendo como conejos.
Siete mil doscientos republicanos fuimos deportados desde Francia hasta Mauthausen. Yo no debería de saberlo porque la muerte ya me había llevado por delante, pero lo sé: El día 3 de mayo de 1945 sólo quedaban con vida mil quinientos.

Crematorios de Mauthausen
Llegamos de noche.
A golpe de correajes nos formaron a todos en un patio.
Nos quitaron lo que llevábamos y nos dijeron que no guardáramos nada.
Nos dejaron desnudos y el que llevaba alguna letra o insignia grabada lo pasaba mal, porque iba derecho a la ducha de gas y al crematorio.
"España no os quiere; os ha arrebatado la nacionalidad, la razón de ser. Nadie saldrá vivo de aquí; estáis condenados a muerte sin juicio previo. La primera que os ha condenado es España".
En el campo quedaban igualados en la inhumanidad banqueros, obispos, curas, millonarios, políticos, intelectuales, abogados, ingenieros, generales, criminales reconocidos, místicos, pícaros y ladrones. Allí, los que eran buenos se hacían malos.
“De aquí no sale nadie si no es por la chimenea”, dijo alguien.

Prisioneros
Ya en el interior del campo, tras franquear la enorme puerta de piedra, un espectáculo estremecedor nos esperaba.
Una decena de hombres, desnudos, inclinados sobre una especie de tarugo y con las manos agarradas a una barra de hierro fijada en el suelo, estaban siendo azotados por un enorme SS que descargaba los golpes con una habilidad diabólica.
Los prisioneros estaban obligados a ir contando los golpes en voz alta. Al cabo de una docena se desmayaban, pero ¡ay de ellos!, el castigo era entonces doblado o triplicado.
Tras veinticinco golpes, los riñones se tornaban de un color amoratado, tras cincuenta, negro, tras setenta y cinco, la piel y la carne se desprendían a jirones.
Derrota, exilio y esclavitud fueron las tres etapas del destino de miles de españoles.

Los terribles 186 escalones
Ciento ochenta y seis peldaños con distintas alturas, había que subir y bajar todos los días para ir a la cantera Wiener-Graben, de donde se extraían las piedras que los nazis empleaban para pavimentar sus ciudades y hasta la mismísima Viena.
¡Cómo hubiera deseado a veces caer rodando por la escalinata y romperme la cabeza 186 veces en sus 186 escalones, o que me hubieran tirado los mismos guardias para alegar después un suicidio voluntario!
Nuestra tarea consistía en transportar piedras de la cantera al campo...
Trabajábamos diez horas todos los días, la mayoría en la cantera, subiendo y bajando piedras.
Para comer nos llevaban unas calderas con patatas, zanahorias, mucha verdura y algo de pan. Hambre, hambre, hambre.
A veces venían los S.S. y daban patadas a las calderas, tiraban la comida y la teníamos que comer del suelo como los perros.
Una noche, harto de sufrir, después de que hubiesen pasado lista, decidí tirarme sobre las alambradas de púas electrificadas que rodeaban el campo. Pero…mis pies no me respondieron, ni para matarme me quedaban fuerzas.

Güsen
Güsen estaba en Austria. A Güsen llevaban a los que ya no podían con su alma, si es que aún les quedaba alma.
En Mauthaussen, la metrópoli de los campos, aun se tenía la esperanza de sobrevivir al hambre, al dolor y a la soledad. La derrota común terminaba uniendo a los que compartíamos el mismo fracaso. Sólo Güsen, a escasos kilómetros, era el fin de la esperanza.
Cuando el capataz recitaba la lista, como si de una oración macabra se tratara, mirábamos a los ojos de los que se iban como una despedida para siempre, anotábamos sus nombres en nuestra memoria por si acaso alguna vez pudiéramos contar a su familia cómo había sido su última mirada, sin ser conscientes de que tal vez era también nuestra última mirada.
Uno piensa que las cosas les pasan a los otros hasta que la mala suerte llama a nuestras propias puertas. Cuando escuché mi nombre, cuando sentí sobre mis ojos la angustia solidaria de sus miradas, cuando dejé atrás la puerta de Mauthaussen, cuando en un viejo cartel leí “A Güsen 1 Km”, supe que la muerte andaba ya rozando mis talones, como el toro aquel al que ya nunca podría cortarle las orejas.

Minorías
Yo no era un intelectual, al menos nunca me había considerado así. Había sacado con esfuerzo unas oposiciones a Banca y para mi desgracia opté por solicitar destino en Barcelona, quizá si, como decía mi madre, Teresa, me hubiera quedado en Madrid, nada de lo que después pasó hubiera sucedido.
Tampoco era homosexual, ni rumano, ni polaco, ni socialista alemán, ni profesor, ni rico, ni boy-scout, ni gitano…digo esto, porque era a estos grupos a los que los nazis enviaban a Manthausen-Gusen. Sólo era un esqueleto.
Nos esperaban las canteras, las minas, las plantas de montaje de los Messerschmitt, la esclavitud en las granjas cercanas…para trabajar hasta la extenuación, hasta pedir a gritos la inyección letal. Me explicaré: Cuando nos veían demasiado débiles ¡qué ironía! nos hacían pasar por una máquina que detectaba si estábamos enfermos. Al salir, los que tenían dolores en el pecho, se despedían de sus compañeros. Les ponían una cruz y los mandaban al médico. Allí les inyectaban gasolina como si fuera medicina y al crematorio.

Vivir del aire
Nunca he sido gordo, pero había momentos en los que añoraba los setenta kilos que una vez llegué a pesar en Barcelona… ya se sabe, la vida sedentaria de los chupatintas. Ahora, con mi 1.76 de estatura, no debería llegar a los 42.
No era la estética, claro, lo que me preocupaba, ¿para qué?, me preocupaba la debilidad, el suplicio que me esperaba al día siguiente y sobretodo el frío. A falta de espejos me miraba en los esqueletos de mis compañeros y en ellos veía mi propia osamenta.
A finales de noviembre de 1941 llegaron numerosos prisioneros de guerra soviéticos.
Los soviéticos, según se escuchaba decir, eran los verdaderos enemigos, quizá nosotros éramos sólo un error. Los soviéticos estaban destinados a salir por la chimenea del Castillo de Harthein. “Nos van a soltar”, pensamos. Nosotros nos mirábamos con cierto alivio, pensando que tendríamos una nueva oportunidad, que nos trasladarían a otro campo donde dieran mejor de comer, quizá a uno de los 49 que formaban el complejo de Mauthausen, 49… y aún siguen diciendo los austriacos que ellos no se dieron cuenta de nada,
Cada noche sueño, como todos, con ser un superviviente, salir de aquí, aunque sea a gatas. ¡Dios sabe qué será de mi!

Sanlúcar diciembre 2008

Mi tio Julio Hernández Izquierdo
murió el 21 de Diciembre de 1941,
era el prisionero número 2093
del Campo de Güsen