...ÉRASE UNA VEZ EN UNA VIEJA Y RECÓNDITA CIUDAD...
JOTA SIROCO
A Liliana
que aún cree en los sueños.
EL CAMINANTE
(Prólogo)
Erase una vez un hombre que llevaba en su frente las huellas de todas las batallas y por eso ansiaba la paz, tenía en sus ojos el resplandor triste de la soledad y por eso buscaba hombros en los que apoyar su cabeza cansada, guardaba en sus manos las líneas de todos los destinos y quizá por eso desconocía su propio futuro.
Cubrían sus hombros las alas de todas las aves, brillaban en su costado las escamas de todos los océanos y sacudían sus pies el barro de todos los caminos.
Nunca nadie le acompañaba porque la gente lleva escrito en la sangre el sitio donde quiere morir y por eso no se atreve a soñar lejos de su tierra, pero aquel hombre guardaba todas las patrias en su corazón, todas las banderas en sus manos, todas las tumbas en su rostro, aunque a ninguna cosa amaba tanto como a sus recuerdos.
1.- EL RATON DEL PALACIO

Debió ser allá por el año 1639 cuando D. Gaspar, el IX Duque de Medinasidonia, dio por concluidas las obras del Palacio.
Desde entonces en el “Salón de Embajadores” se reunían: melosos asentadores de especias de Damasco, majestuosos mercaderes de sedas venecianas, embajadores de los distintos reinos europeos...que buscaban en el lujo de la casa ducal consuelo para sus haciendas. Una tarde, cuando ya parecía imposible alcanzar un buen acuerdo, observó D. Gaspar que bajo el asiento del embajador de la lejana Arabia, un ratoncillo “colorao” parecía querer indicar con su rabillo tieso que el árabe sentado sobre su escondrijo era la persona más adecuada para cerrar el trato.
Hizo caso D. Gaspar a su inesperado socio roedor y no anduvo desacertado. Fue tal la bondad de los productos comprados en aquella ocasión que, a partir de ese día, no hubo príncipe europeo que dudara en adquirir las mercaderías del Duque.
Nunca erraba el ratoncillo en su elección y siempre acertaba a situarse bajo el comerciante que presentaba la mejor oferta.
Una vieja sirvienta, que venía observando las ratoniles correrías, intentaba en vano acabar con él persiguiéndolo con una escoba. Al darse cuenta, el Duque habló así a la criada: “Debes saber que en algo tan diminuto como este ratón, se asienta el esplendor de esta casa. Las grandes empresas siempre se apoyan en pequeños detalles.”
Nadie supo nunca que aquel ratoncillo había llegado a los muelles de Bonanza en las bodegas de un viejo carguero y que su olfato, acostumbrado a estos aromas durante tan largas travesías, sabía distinguir por el olor que desprendían las ropas de los comerciantes, la calidad de sus mercaderías.
2.- EL SALON ROJO

Un buen día los Duques de Montpensier, huyendo quizá de las calores sevillanas, decidieron abandonar su Palacio de San Telmo y trasladar su corte a Sanlúcar.
Eran dados los Duques a organizar ricos bailes de máscaras en los que el noble convertíase en villano, el rico en pobre, en mujer el hombre, en fraile la doncella y en princesa la criada.
Más de una vez la clandestinidad de los disfraces había permitido al Duque efímeros pero intensos amoríos.
Aquella noche la voz había brotado de una ágil silueta cubierta con una hermosísima túnica de seda negra. El Duque observó cuidadosamente cada uno de sus movimientos...Acercándose a la que él imaginaba atractiva “religiosa” díjole con cierta sorna:
-“Madre”, necesitaría de su consuelo espiritual.
-No es este el lugar más adecuado, pero si así lo deseas podremos vernos más tarde, cuando todos los invitados se hayan ido.
-¿No te arrepentirás?
-Nunca falto a ninguna de mis citas. Sin embargo tu sí estás aún a tiempo de arrepentirte, quizá cuando nos veamos de nuevo ya sea demasiado tarde.
Esperó con impaciencia el paso del tiempo pactado y cuando en el reloj sonaban las doce se encaminó hacia el Salón Rojo. Ella, como había prometido le esperaba. Apenas si la desconocida alzó la sedosa toca que cubría su rostro apareció bajo ella la sórdida calavera de la muerte. Al punto, como si de una señal convenida se tratase, cesó la música, se apagaron las lámparas, cayeron al suelo las máscaras y una procesión de esqueletos llevó al Duque, Cuesta Belén abajo, hasta la misma cripta de La Merced.
3.- EL ANILLO Y SU SECRETO

En la fría vega burgalesa de Covarrubias Benigno miraba con desesperación sus sedientas cepas.
Su hija a la que llamaba cariñosamente “manzanilla” por el rosado y brillante color de su piel, miraba inocente la preocupación de su padre.
Días después, cuando Manzanilla en compañía de su padre pisaba la uva, notó que algo se le clavaba en la planta del pie y cuando bajó su mano, en el fondo del lagar encontró un anillo de oro macizo, que llevaba engarzada una gran esmeralda.
Mayor fue su sorpresa al comprobar que la piedra preciosa cedía a la presión de sus dedos y que debajo de ella aparecía un pequeño hueco donde se ocultaba doblada una nota. La abrió y en ella aparecía dibujada la desembocadura de un rio y una leyenda: “Luciferi”.
Días después, cuando vendimiaba con un andaluz a quien sus pasos habían llevado por aquellas tierras, se quedó escuchando atentamente la copla que salía de sus labios: En el sur/el vino es río de oro/del campo andaluz.
Sorprendido le preguntó:
- ¿De qué río habla esa copla?¿Sabrías decirme dónde se encuentra?
- Junto a las puertas de mi pueblo, en la barra de mi querida Sanlúcar.
Benigno no lo dudó un instante, vendió sus tierras, guardó como amuleto el rico anillo y partió hacia la misteriosa Luciferi. Cuando Benigno probó el primer mosto de las viñas sanluqueñas, dijo: “Hija mía, a este vino le llamaremos como a ti: “manzanilla” y haremos de él el mejor vino del mundo”.
…Y así fue. Aun hoy dan fe de ello los poetas en todas las tabernas...
4.- EL CORAZON DE LAS DESCALZAS

Sólo contaba trece años cuando una toca blanca cubrió su rostro y sus pensamientos. Se llamaba Ana, aunque en el convento de las Descalzas todos la conocían como Sor Teresita.
Aquella noche, quizá porque acababa de cumplir quince años, acercó un pequeño taburete al ventanuco de la celda e irguió cuanto pudo su cuerpo hasta alcanzar la tenue línea de luz que llegaba desde el exterior.
De pronto sintió que alguien había descubierto su escondrijo. Esa noche... cuando Sor Teresita creía dormir, escuchó en el muro tres leves golpes. Al día siguiente unas rejas de afilados pinchos fueron colocadas en el pequeño ventanuco. Cinco días después los golpes se repitieron.
Ana esta vez no lo dudó. Colocó el taburete junto al muro y fue ella la que dijo:
-Te esperaba. -Ya lo saben ¿verdad?, dijo él señalando los barrotes.
-Si. Tenemos muy poco tiempo. ¿Cómo es el mar, dime? -El mar tiene el color de tus ojos. -¿Cómo es la arena, dime? -La arena es tersa y suave como la piel de mis manos. -¿Cómo es un beso, dime? -Un beso tiene la frescura de la fruta y la dulzura de la miel.
Apenas si Ana acababa de cerrar sus ojos para escucharle, se oyó un gran estrépito en la calle, después gritos, carreras y por fin un espeso silencio. Se asustó. A la mañana siguiente un corazón atravesado en la reja de la celda seguía latiendo al ritmo acompasado de un mirabrás.
5.- LA PALOMA

A Antoñito Lapieza se le conocía en el pago como “El Panocha” por el color rojizo de su pelo. Sólo se sabe que fue raptado en los pinares de la Algaida por orden del Rey y enviado a galeras, acusado de andar en amores con la mora Fatima allá por las revueltas del Callejón del Truco.
Como algo sabía del arte culinario, fue su primer destino los fogones de “La Imperial”, una vieja fragata que acompañaba, como si de su sombra se tratara, al buque insignia de la escuadra española camino de Lepanto.
Quisieron los conjuros que, apenas si las escuadras habían entrado en combate, fuera su flamante fragata a buscar caracolas al fondo de los mares y afortunadamente quisieron también que él se enrolara como único e improvisado grumete en un viejo perol, en cuya negra panza consiguió bogar hasta los arrecifes de Orán, en las mismas puertas del infierno.
Cinco largos años duraba ya su cautiverio cuando una mañana recibió la visita inesperada de una mujer en la que descubrió los rasgos de su adorada Fatima, al extender sus manos para tocarla, lo que parecía real se había convertido en una sombra. El “Panocha” supo que Fatima había muerto y que esa sombra era la última visita de su espíritu.
Cuando por fin volvió a atracar en los muelles de Bonanza, vio que una paloma le había acompañado en su regreso. Tras llorar sobre la tierra que cubría los restos de su amada, besó a la fiel paloma y le dijo: “Nos han dejado solos, compañera, desde hoy te llamaré Fatima.”
6.- LA SOMBRA DE LA TRASCUESTA

Ella era esbelta y rubia como una espiga y en su pequeño ranchito de arena y caña durante los diez primeros años de su vida no había conocido la pena. Pero, aquella noche...
Había salido su padre a pescar con su viejo cascarón hasta la que llaman Punta del Malandar, cuando le sorprendió la bicha del destino en forma de tormenta dejando su cuerpo para pasto de camarones. Su dulce madre enloqueció de dolor y vagaba por los muelles de Bonanza procurando favores a marineros borrachos.
Quiso la buena o la mala suerte que una mañana el Duque, quizá fuera el VIII al que llamaban D. Manuel, pasara de cacería por cerca de su abandonado cuartucho y, habiéndose fijado en la belleza de la joven, ordenó que entrara a su servicio en la mancebía de la calle Trascuesta.
Ibase su cuerpo desgarrando en cada uno de los no deseados encuentros con el anciano noble, cuando un día apareció un joven al que conocían por el nombre de Jerónimo y que había venido a buscar fortuna en el próspero Señorío de Sanlúcar.
Sólo contaba ella dieciocho años y algunos más contaba el visitante. Verse y enamorarse fue todo uno. Celoso el Duque, apenas si se enteró de los amores de su pupila, quiso impedir con dádivas y regalos la boda de los jóvenes. ¡Tarea inútil!. Una tarde, en aquellos fastuosos salones, recordó Marisol su casita marinera y-¡Ay!-la pócima que con tagarninas y huevos de serpiente su padre le enseñara a preparar para eliminar las alimañas.
Aún estaba amaneciendo... el Duque, blanco como la cera parecía dormir sobre la cama y Marisol corría hacia la playa, abrazada a la sombra que todas las noches solía merodear por las secretas esquinas de la Trascuesta.
7.- LA SANGRE DEL CAUTIVO

Antonio “El negro” se vio arrojado sin demasiados miramientos en el calabozo llamado de “la ballesta”, el más lóbrego de la Plaza Alta.
No era un criminal, pues nunca sus manos se habían manchado de sangre, pero muchas veces el hambre le había obligado a arramplar con más de una gallina ajena por los corrales del Albaicín.
Pero quiso la mala fortuna que una mañana se dirigiera hacia Doñana por ver de conseguir algún alimento, con la mala estrella de que en el coto se estaba celebrando una cacería real.
Apenas si había puesto el pie en los cienos de la Plancha una pareja de guardias que por allí hacía la ronda le dio el alto, acabando así con su libertad y haciendo más penosa su miseria.
Pasaban los años y parecía que desde el Alcaide hasta el último guindilla se habían olvidado de su existencia.
Abrazado a la reja vio como, entre cirios de jazmín, se acercaba la estremecida imagen de El Cautivo. Notó su mirada perdida frente a la muchedumbre silenciosa, advirtió cómo la sangre manaba de sus muñecas trabadas y por un momento pensó que él mismo era ese nazareno maniatado y roto que parecía mirarle desde el paso.
Cuando los costaleros detuvieron la imagen frente a la cárcel, Antonio “el negro”, no pudo evitarlo y una saeta larga y honda, que se escapó de su garganta, cruzó las retorcidas calles del Barrio Alto hasta fundirse con las lágrimas del Sagrado Preso.
8.- LA SIRENA DE PIEDRA

Erase una vez una sirena que siempre dormía junto a “La Salada”, la barca azul y blanca de su marinero. Pero el mar se había ido retirando del fondeadero del Alcázar y ella dormía a solas en la mar. A la linda Ondina no le pesaba el tiempo, a la linda Ondina le pesaba la soledad.
Cuando llegó a sus oídos que él también lloraba en silencio la separación a la que el retroceso del mar les estaba condenando, decidió que nunca más dormiría lejos de "La Salada".
Inquieta esperaba las primeras luces del alba para verlo salir por la bocana camino de las rocas de la barra. Le señalaba a veces el peligro de los bajíos, otras el afilado mástil de una embarcación hundida que hubiera podido partir las redes.
Conversaba con él como sólo las sirenas saben hacerlo: jugando con los ojos, silbando viejas canciones de amor, regalándole caracolas de nácar, atigrados langostinos, acedías de plata y esperando temerosa que el sol volviera a ocultarse camino de la noche.
Pero aquella tarde el mar se enfureció como nunca antes lo había hecho, rugió con el mugido de cien toros, pareciera que la tierra quisiera comerse al mar y que el océano quisiera devorar a la tierra. Días después Ondina pudo oír que alguien contaba cómo la “Salada”, empujada por el vendaval, había acabado estrellándose contra el muro de piedra del Alcázar.
Ondina, enloquecida por la soledad y la amargura, se lanzó en una vertiginosa carrera y dejó que su cuerpo se estrellara sobre los contrafuertes calizos del Palacio. Duerme desde entonces en Las Covachas un sueño eterno de amor del que nunca ya nadie podrá despertarla.
9.- LA BUENAVENTURA

Se llamaba María Zalea y era una gitana rubia de la Fuente Vieja. Guardaba en sus ojos los misterios indios del bronce y leía en las líneas de la mano lo que nunca aprendiera a leer en los pergaminos.
Pero no siempre se debe agradecer a Dios el don de la videncia, pues un mal día fue su propia hija la que extendió ante su madre las palmas inocentes para que en sus naturales garabatos le leyera el destino.
De los ojos de Maria Zalea manó un raudal de lágrimas y sus labios guardaron un silencio más hondo que la seguiriya. Hablaban sus manos de una corta vida y de un amor desgraciado. Ella sabía, que sólo cambiando su natural dibujo, podría rehacer la marcada senda del sino.
Supo de un gitano viejo, pintor de vírgenes y allí se dirigió llevando a su niña de la mano. El viejo Zalacaín parecía esperarla, pues antes de que ella llamara ya estaba abierta la puerta de su casa.
El gitano que hacía tiempo conocía de sus artes le dijo: María Zalea, sé a qué vienes y sé que tu visita hará que se cumpla mi destino y se cambie el de tu hija. Hace ya muchos años, quizá tu no lo recuerdes porque eras muy niña, leíste mi mano, como si de un juego se tratara, y me dijiste : ”Pintarás muchas vírgenes hermosas, pero ninguna de ellas será tu compañera. Sólo el día que el sino señaló para tu muerte una gitana rubia te dará su amor y a cambio tu dibujarás las más hermosas manos que jamás un pincel imaginara. María Zalea, tu mirada me dice que ese momento ha llegado .”
Tomó el gitano entre las suyas las manos de la niña y trazó una larguísima línea de la vida y una hermosísima línea del amor, trocando así los caminos de sus manos. Cuando acabó su obra, María Zalea abrazó al gitano y amó su cuerpo de bronce, hasta sentir que su alma de espuma resbalaba como un pez de entre sus brazos camino del Guadalquivir.
10.- EL VELO DE LA LUNA

Fijaos si venía de lejos que ni siquiera recordaba el nombre de su país. Sólo sabía su corazón que llevaba diez largos años aguardando el momento de volver a encontrarla, porque a ella nunca la había echado en el olvido.
Aquella noche, como tantas otras, hacía guardia en la llamada Torre del Homenaje. El Castillo de Santiago parecía dormir; veinte antorchas de brea ponían en fuga a las sombras.
Distraido pensaba una vez más en las inquietantes leyendas de Evora...cuando de pronto entre el dorondón de la marisma vio aparecer la luna llena más hermosa que nadie jamás hubiera imaginado.
Quizá fuera por el frescor de la noche, quién sabe si por un inconfesable pudor, el caso es que parecía avanzar hacia la garita cubriendo su rostro de harina y sal con una especie de velo transparente. Cuando la luna se acercó a su puesto de guardia y el descubrió bajo aquel manto de aire y luz el rostro de su amada, el llanto convirtió sus mejillas en un afluente más del Río Grande.
Parecía que pudiera tocarlo con sus dedos, pero aquel rostro inolvidable le miraba desde tan lejos que ni siquiera la elevada altura de la torre en la que se encontraba hubiera podido acercarlo a su sonrisa. Sacó de su pecho el pañuelo que antes de la partida ella le bordara con las iniciales de su nombre y como si de un beso se tratara lo ondeó en el viento.
Nadie lo hubiera creído, pero al gesto de su enamorado respondió la luna con una emocionada y pícara sonrisa, para después colgar en las perchas del aire el velo con el que cubría su desnudez.
El guardián vio como, flotando en el cielo, venía hacia él una cálida niebla de seda, una mariposa de luz, que ya para siempre acompañaría sus sueños y su soledad.
11.- EL CABALLO DE FUEGO

El, aunque nunca nadie le explicara las razones, se llamaba Ezequiel Isaías y vivía en las alejadas soledades de La Algaida; ella se llamaba Azul Celeste, quizá por el color de su mirada o porque así cariñosamente la llamaba el abuelo; el caso es que, cuando por la mañana abría sus ojos, lo primero que veía era la roja figura de un caballo.
Los dos, desde niños, habían recorrido a su grupa todos los caminos de la Colonia y casi mejor que ellos conocía “Fuego” los atajos para llegar en las calurosas tardes del verano a los arenales de la playa.
A Azul Celeste le tenía prometido Ezequiel Isaías que, en las carreras de Agosto, “Fuego” atravesaría en primer lugar la línea de meta llevando trenzado en sus crines el pañuelo que ella le había regalado y después, dibujando tres cruces sobre la boca, había jurado que tras la victoria subiría a la roca más alta para pedirle delante de todo el mundo que fuera su esposa.
Pero no siempre la realidad coincide con el deseo y tan es así que, pocos días antes de la esperada carrera, a Azul Celeste se le llenaron los ojos de fiebre y las manos de un frío temblor.
Ezequiel Isaías se hundió en la más profundas de las tristezas y sólo soñaba con ver a su novia recuperada.
Pero llegó el verano y a pesar de la dulzura de las madrugadas, a pesar del aroma curativo de los jazmines, a pesar del silencio sedante de la noche, Azul Celeste seguía regando la seda de sus pañuelos con lágrimas de fiebre.
Como a buen pura sangre, a “Fuego” le aguijoneaba el espacio en los cajones de Bajo Guía. Trotó como un rayo entre los asustados correlimos, que huían temerosos al escuchar el repiqueteo de sus herraduras de viento. Fue tal la rapidez de sus pasos que ya llegaba “Fuego” a la última curva de la playa cuando aún el resto de los caballos trotaban por la primera.
Fue entonces cuando Ezequiel Isaías continuó majestuoso su carrera a través del aire hasta colocarse en el centro mismo del Sol . Cuando Azul Celeste vio recortada en la puesta la brillante figura de jinete y corcel, recordó los amaneceres de su infancia, olvidó fiebre y males, puso flores de novia en su cabello y subiendo por una escala de luz cabalgó también en la ardiente grupa del caballo de fuego.
12.- LA MIRADA

Sánchez Mejías había conseguido pintar de verde los ojos de sus toros, no en vano era poeta y echaba en falta el brillo de un zafiro en la marisma.
Le estaba señalando con la pica y él le observaba con el terror grabado en sus pupilas, cuando por fin escuchó decir al mayoral “¡Este!”, supo que había llegado su hora.
En los corrales de El Pino cruzaban los toros sus miradas ofreciéndose en silencio su mutua compasión, sólo “Vengador” parecía entero, miraba con desplante a quienes desde el tejadillo le observaban, aun sabiendo que de poco habría de servir ya su altanería.
“Eran las cinco en todo los relojes, eran las cinco en punto de la tarde...”, escuchó temblando el frío recorrido de los cerrojos, los golpes del monosabio en las puertas del toril.
Cantaron los clarines. Lo habían ensayado muchas veces, que siempre el ganadero les decía que eran los mejores, que tenían que dar muestras de su gallardía y que era su obligación dejar bien alta la enseña que ondeaba en su morrillo, como siempre lo habían hecho sus castas, pero a “Vengador” le temblaban los remos como si de repente hubiera descubierto su futuro.
Sobreponiéndose al terror, saltó al albero con la decisión del mártir. Fue en la segunda tanda de naturales. Hasta ese momento no había cruzado sus ojos con los del Faraón. El viejo maestro, confundido por el verdor marino de aquellas inmensas pupilas, pensó: “Yo no puedo matar esta belleza”.
Su rostro había adquirido de pronto el color de la cera. Miró a Vengador, él pareció sonreirle, y arrojando el estoque sobre la arena, se dirigió en calma hasta la puerta de cuadrillas.
13.- LA DAMA BLANCA

Justo cuando el viejo galeón cargado de oro de las Indias decidió tomar baños de luna en los arrabales de la Barra la blasfemia sonó la blasfemia. El viejo Marqués, asomado a la espadaña que dominaba los océanos, creyó por un momento en su poderío y gritó: “Quiera Dios o no quiera, ya soy rico”. Segundos después la proa de su buque insignia bailaba sobre los ostiones del castillo y su sangre pintaba de azul las piedras de su blasones.
Años después el huraño Ibrahim atusaba una tarde su blanca barba en el lóbrego local del Callejón de los Perros. La ruina del de Arizón había traido su riqueza.
En un arcón de cuero repujado guardaba magníficos engarces de zafiros, collares de esmeraldas, adornos de oro y de marfil, gemas de todos los tamaños y colores... pero quizá fuera aquel medallón el que había conquistado sus sueños.
En el frío corazón de aquel engaste se guardaban los secretos de amor del noble blasfemo. No lo había notado antes, pero una noche al observar con detenimiento las filigranas que adornaban la tapa del medallón, descubrió, como si de un dibujo más se tratara, una fecha: 15 de agosto de 1712. Aquella fecha se le había quedado grabada en su pensamiento. Miró al calendario que adornada su angosto despacho y sintió un sobresalto: estaban precisamente en la noche del 15 de agosto.
Corrió hacia el arcón, lo abrió sin poder disimular su excitación y al levantar la tapa que cubría el hermoso retrato se le escapó un grito de terror: El rostro de la mujer había desaparecido.
Subió temblando al más alto torreón de su casa, desde donde podía divisar, acunado por el viento de levante, el ahora sombrío caserón del desaparecido cargador de Indias y al punto, como si de un gato acosado se tratara, sus hirsutos cabellos se erizaron: al ver como, tras los raídos visillos del salón de baile, la silueta de una dama vestida de blanco llenaba de sombra y luz, con el resplandor de una trémula vela, los oscuros rincones del abandonado palacio.
14.-BODA EN LA CATEDRAL

El portalón se había cerrado de un golpe seco tras las encorvadas espaldas de Sebastián. El ya achacoso guarda de la Arboledilla dirigió cansinamente sus pasos hacia la pequeña garita que le servía como refugio en las noches de lluvia.
Encendió el último cigarrillo, repitiéndose entre dientes que el maldito tabaco le estaba matando, y cuando la ceniza, esparcida sobre su camisa, le indicó que el vicio se había consumido, de un seco soplido dio las buenas noches a la luz del farol y colocó el chuzo muy cerca de su diestra, por si las moscas.
Llamaban a la bodega la Catedral del Vino y bien que llevaban razón los paisanos, a veces incluso durante las visitas de los turistas sonaba entre las botas el aliento majestuoso del gregoriano, como si todo un coro de cartujos, ebrios de manzanilla, quisieran llenar de misterios las arcadas del casco mayor.
Pero aquella noche se notaba en la bodega un movimiento especial, “Chispa”, la vieja perra ratonera, más que vigilar parecía ir avisando a quien la quisiera escuchar que todo estaba en calma y que podía empezar la fiesta, y es que aquella iba a ser una noche especial, no en vano, al menos en la invitación así lo decía, había sido la elegida por Tina y Tino, los ratoncillos del vino de la cuarta hilera, para prometerse su amor.
El coro de grillos se había colocado estratégicamente sobre las botas del oloroso; las cigarras le hacían el contrapunto justo a los pies de una garrafita de moscatel; las arañas habían tejido para la ocasión una hermosísima alfombra de cristal y seda; lentamente, como es natural, se iban aproximando los camaleones, que ejercían con su lengua pegajosa el viejo oficio de guardaespaldas; pero como es lógico el grueso de los invitados lo conformaba una larga hilera de ratoncillos que saludaban sonrientes a la concurrencia.
Apenas si sonó el “sí quiero” el coro de grillos inició las primeras notas de la Marcha Nupcial, las cigarras desde la esquina opuesta parecían hacer la segunda voz, la “Catedral” se llenó de música, de gritos y de aplausos.
A la mañana siguiente, cuando hacía el guarda su ronda habitual, encontró junto a la escalerilla de la quinta hilera un minúsculo ramo de jazmines.
Sebastián sonrió.
15.-LA MAGIA DE LAS PILETAS
(Epílogo)

A Leopoldo, acostumbrado como estaba al trajín de los niños, no le sorprendió la llegada de aquel personaje vestido de escamas y plumas, sí le sorprendió que flotando en el aire se sentara sobre el brocal del agua milagrosa.
De pronto notó que el plácido paseo se había ido llenando de seres y objetos de la más extraña ralea que acompañaban al extraño caminante: Un sonriente ratón con el rabillo enhiesto seguía mirándole a los ojos, la fría máscara de la muerte continuaba preguntándole por un Duque de extraño apellido, un anillo intentaba encontrar un dedo en el que engarzarse, un joven corazón latía a ritmo de mirabrás...
Leopoldo tomó entre sus manos un generoso puñado de altramuces y se los ofreció a aquellos disfraces como regalo y como señal de despedida, pero ninguno de ellos se movió de su sitio.
Ante su vista, como si de una mágica procesión se tratara, apareció una paloma cubierta con un turbante, la sombra de una virgen, un nazareno coronado de claveles, una sirena de piedra con cara de enamorada, una gitana rubia que prometía cambiarle el destino, miró hacia el fondo del pozo y en él nadaba, aun siendo de día, una luna transparente como velo de seda.
A punto estaba de echar a correr cuando un caballo de en llamas hizo su entrada entre los eucaliptos llevando a la grupa una dama de hielo, a Leopoldo le fallaban las piernas, pero quizá podía más la curiosidad que el terror. Sin embargo, cuando vio llegar hasta su imaginaria barrera de macetas a un toro negro con los ojos más verdes que los juncos del diablo, brincaron sus piernas camino del barco de arroz que emergía como un fantasma entre los hundidos arrecifes, al tiempo que un sin fin de ratoncillos ebrios daban buena cuenta de la manzanilla que había derramado en su alocada carrera.
Fue entonces cuando el caminante alzando su cabeza canosa sobre las humedades del brocal llamó a cada uno de los personajes por su nombre y, con más cuidado del que sus manos de sarmiento parecían a simple vista prometer, guardó a aquellas menudas marionetas en una dorada caja de sorpresas.
En ella duermen un sueño mágico del que sólo la mirada de un niño podrá un día hacerlas despertar.
...y colorín colorado...
Jota Siroco